Madrid, 18 de diciembre de 1998.
Parafraseando a Luther King: “He tenido un sueño...”, soñé que flotaba en una nube y desde allí podía observar cómo nuestro mundo se concienciaba para hacer que la justicia se impartiese sin importar a qué condición perteneciera aquél que la había violado. Un mundo en el que lo verdaderamente importante en política mundial era cumplir objetivamente con los compromisos firmados sobre respeto a los Derechos Humanos. Un mundo en el que todos los políticos y jueces debían estar efectivamente comprometidos en la defensa de la citada Declaración Universal que, por si fuera poco y con gran cinismo de su parte, sus países habían firmado hacía cincuenta años. Un mundo en el que el hombre fuese hermano para el hombre...
Pero de repente, en mitad de este bello sueño, los señores del mundo supuestamente encargados de velar por el cumplimiento de tan elemental principio, de un pase de varita mágica transmutaron la impunidad en inmunidad logrando deshacer lo hecho y desbaratando, de este modo, los escasos cimientos que una esperanzada humanidad se esforzaba en construir. Con el fabuloso toque mágico de varita, también mi nube se deshizo en la nada precipitándome contra las duras piedras de un gran muro de la vergüenza con forma de rostro humano. Me desperté súbitamente en medio de sudores, con gran desasosiego en mi alma, jadeando porque me faltaba el oxígeno del aire limpio y fresco que había ventilado mis pulmones durante el sueño. Y allí, tendido sobre mi lecho en mitad de la oscura noche recordé, no sin amargura, que justicia es “dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece...”.
Una vez caído del guindo, de manera tan desoladora e impactante por cierto, me di cuenta de que los hombres no estamos capacitados para impartir justicia. Con gran pesar de mi ánimo deduje que la justicia no es de este mundo. Del otro, tal vez. Pero habrá que esperar a llegar a él o gritar antes a nuestros gobernantes, aunando todas las voces en un clamor inconformista: ¡Que paren el mundo que nos queremos bajar!
Parafraseando a Luther King: “He tenido un sueño...”, soñé que flotaba en una nube y desde allí podía observar cómo nuestro mundo se concienciaba para hacer que la justicia se impartiese sin importar a qué condición perteneciera aquél que la había violado. Un mundo en el que lo verdaderamente importante en política mundial era cumplir objetivamente con los compromisos firmados sobre respeto a los Derechos Humanos. Un mundo en el que todos los políticos y jueces debían estar efectivamente comprometidos en la defensa de la citada Declaración Universal que, por si fuera poco y con gran cinismo de su parte, sus países habían firmado hacía cincuenta años. Un mundo en el que el hombre fuese hermano para el hombre...
Pero de repente, en mitad de este bello sueño, los señores del mundo supuestamente encargados de velar por el cumplimiento de tan elemental principio, de un pase de varita mágica transmutaron la impunidad en inmunidad logrando deshacer lo hecho y desbaratando, de este modo, los escasos cimientos que una esperanzada humanidad se esforzaba en construir. Con el fabuloso toque mágico de varita, también mi nube se deshizo en la nada precipitándome contra las duras piedras de un gran muro de la vergüenza con forma de rostro humano. Me desperté súbitamente en medio de sudores, con gran desasosiego en mi alma, jadeando porque me faltaba el oxígeno del aire limpio y fresco que había ventilado mis pulmones durante el sueño. Y allí, tendido sobre mi lecho en mitad de la oscura noche recordé, no sin amargura, que justicia es “dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece...”.
Una vez caído del guindo, de manera tan desoladora e impactante por cierto, me di cuenta de que los hombres no estamos capacitados para impartir justicia. Con gran pesar de mi ánimo deduje que la justicia no es de este mundo. Del otro, tal vez. Pero habrá que esperar a llegar a él o gritar antes a nuestros gobernantes, aunando todas las voces en un clamor inconformista: ¡Que paren el mundo que nos queremos bajar!
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