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martes, 1 de septiembre de 2015

De negocios y otras historias

El autobús serpenteaba por la carretera mientras descendía de la montaña. En su interior unos pasajeros conversaban en informal charla:
—¡Qué!, ¿vas a ver a la novia? —le dijo el vendedor de lotería al emigrante magrebí que tenía sentado delante de él.
—No, yo no “tenir” novia —le respondió éste con acento inconfundible—. Es “mu” difícil “par” mí “tenir” novia...
—¿Por qué? Yo te considero un ciudadano como otro cualquiera.
—No, yo no ciudadano como “espaniol cuarquiera”. Yo marroquí.
—¡Y qué más da! Para mí, ni marroquí ni nada. Como si eres del Congo Belga. Como los demás. Tú vives aquí en España y eres como cualquier otro. Y si te quieres echar novia, ¿por qué no? Mira a Sebastián—continuó señalando al viajero que se sentaba a su derecha—. Ahí lo tienes. ¿No se va a casar con una extranjera? Pues tú, lo mismo. Tú, que eres extranjero, te casas con una española.
—No, sino lo digo por eso. Para mí, una mujer “tenir” que ser algo “mu” bueno, “mu” lindo, “mu espesial”.
—Qué “jodio”. Y qué, ¿vas a Villalba? —continuó el lotero con evidentes ganas de conversar, todo lo contrario que su interlocutor.
—No, a Villalba no. Ahora trabajo en Los Molinos.
—¡En Los Molinos!... Allí unos paisanos tuyos me timaron veinte mil pesetas... A lo mejor, hasta tú los conoces.
—No, yo no “conosco” a nadie —dijo el marroquí un tanto inquieto.
—Anda que como les agarre, menuda paliza iba a darles. Los iba a moler. Pues no me estafaron veinte mil pesetas con unos billetes falsos…
—¿Qué pasó? —terció otro norteafricano en la conversación que había ido siguiendo con poco disimulo pero con evidente interés—. ¿No “vistes” que el dinero era malo?
—No, si no fue con dinero falso. Me estafaron con unos billetes de lotería trucados. Les pagué la terminación de dos cifras del gordo y cuando fui a cobrar, los metieron por la máquina y cantaron. ¡Ay, como los coja! Les voy a dar una paliza por engañarme de aquella manera.
—Tú si que “enganiar”, que “vendir” lotería que no toca —volvió a terciar el marroquí.
—Ése es otro cantar —se justificó el lotero, con evidente malestar y sorpresa—. Y, mírale cómo defiende a sus paisanos. Él, que parecía tan calladito cuando llegó aquí, cómo ha espabilado.
Billete de lotería
Billete de lotería

lunes, 17 de agosto de 2015

¿La fe mueve montañas?

Don Julio, de ochenta y muchos años y párroco de Nuestra Señora Milagrosa y Piadosa de Madrid, hombre de fe donde los haya, estaba pasando por un estado de salud muy crítico. Es más, seguramente su fin estaba cercano y él lo sabía.
Por ese motivo llamó a su amigo José, obispo diocesano, para confesarse y estar en buena disposición de partir de este mundo.
Cuando llegó su amigo le reconoció que, por primera vez en su vida, tenía miedo a la muerte, a lo que habría tras ese umbral, si es que había algo y que, por tanto, su fe se tambaleaba, que tenía dudas.
—Pero hombre… ¡a estas alturas! —respondió Don José poniéndole todo el énfasis que pudo—, si usted sabe mejor que nadie que en la casa del Padre hay muchas moradas, y que allí cabemos todos. A cada uno se le dará según sus obras y usted ha sido un santo ayudando a la gente necesitada, estando con ellos día a día… por si fuese poco, jamás ha hecho mal a nadie sino todo lo contrario. Usted ha sido un reposo… un consuelo… un hombro sobre el que llorar. Usted ha seguido a Jesús toda su vida y Jesús es el camino para llegar allí. Esté tranquilo, no se turbe su corazón que tendrá su premio y, en la casa del Padre, estará feliz y encontrará el eterno descanso… Además, precisamente usted me ha confesado en más de una ocasión no entender a los creyentes, que viendo su final cercano se angustian, porque usted, llegado ese momento y pensando en el paraíso, en su merecido estar con Dios, desearía marcharse y dejar este valle de lágrimas para sentarse en la mesa con el Padre…
—No, si ya… si todo eso lo he dicho y lo sé; pero es que como en la casa de uno, en ningún sitio
.

lunes, 10 de agosto de 2015

Filosofía, ¿para qué?

—¿Y para qué sirve la filosofía, profe?
El profesor, que se encontraba en aquel momento de espaldas al alumnado escribiendo en la pizarra un cuadro sinóptico con lo fundamental del pensamiento de Descartes, se quedó sorprendido por la pregunta que le formulaba todo un alumno de instituto de enseñanza secundaria.
Se volvió con parsimonia, respiró profundamente para oxigenarse el cerebro y recuperar el control sobre sí mismo tras la peregrina cuestión, mientras que a la vez trataba de hallar una respuesta contundentemente adecuada al perfil del público que tenía delante. Su ingenio, una vez más, no le defraudó y, casi al instante, continuó:
—Mire, joven, ¿cuántos de ustedes han probado el caviar alguna vez en su vida?
En un segundo —cómo iban a admitir todos aquellos adolescentes ante sus propios compañeros que jamás lo habían probado— la clase se llenó de manos alzadas con sus dedos apuntando al techo al mismo tiempo que las voces comentaban: ¡yo, una vez!
Cuando la tranquilidad regresó de nuevo al aula, el profesor añadió:
—Bien, pues yo he tenido la fortuna de probarlo algunas más: unas siete u ocho veces a lo largo de mi vida.
Y se dio la vuelta y prosiguió escribiendo en el encerado. Al poco, una voz a sus espaldas preguntó.
—Pero… ¿qué tiene que ver la filosofía con el caviar, don Juan?
De nuevo se giró con absoluta lentitud para añadir con irónica serenidad, tratando de que sus palabras calaran en lo más hondo de sus interlocutores, como lo hace la lluvia fina y pausada en la tierra sedienta.
—Pues que tanto el caviar como la filosofía, además de servir para marcar diferencias de tipo social y cultural, valen, sobre todo, para ser paladeados con sumo deleite.

viernes, 24 de julio de 2015

Pecadillo venial, si acaso

Don Ernesto, como todos los segundos días de cada mes, salvo que cayeran en festivo, se dirigió al banco donde le abonaban puntualmente los honorarios correspondientes a su trabajo como director de la Biblioteca Municipal de la localidad en la que se hallaba destinado, de la cuál, por cierto y según se comentaba por el pueblo, faltaban cada vez más volúmenes; pero eso es tema para otra historia.
Rutinariamente Pascual, el cajero, contó los billetes delante de él, mientras charlaban de cosas mundanas. Durante un breve instante, Ernesto tuvo conciencia fugaz de que Pascual contaba demasiados billetes pero, dado que era un conversador brillante, se hallaba enfrascado en la charla y no le concedió importancia a este hecho. Cuando Pascual hubo terminado de contar el dinero, Ernesto le indicó, siguiendo el hábito, que, si era tan amable, se lo metiera en un sobre, cosa que hizo con escrupuloso ademán, remetiendo la solapa en el interior del mismo para no tener que pegarla.

Al salir del banco, continuando con su inveterada costumbre de todos los segundos días de cada mes, Ernesto, hombre de costumbres sibaritas siempre que la economía se lo permitía, que no era a menudo ya que parecía que el dinero fresco le quemaba y agujereaba sus manos por la celeridad con que lo dilapidaba, persona de buen vivir y aún mejor comer, se dirigió al mejor y más caro restaurante del pueblo. Allí se pidió a modo de entrante, una tabla de sabrosos patés y, para comer, unas ostras y una suculenta rodaja de merluza fresca a la bilbaína, regado todo ello, como no podía ser menos, de un delicado vino de Rioja que alegraba el paladar y endulzaba el alma.
Cuando había dado buena cuenta de las ostras y se disponía a atacar para su deleite la fresca, jugosa y humeante merluza, entraron en el restaurante, cual procesión de padres capuchinos, el cajero, el interventor y el director de la sucursal bancaria, con caras de evidente agobio.
—¡Don Ernesto!, menos mal que lo hemos encontrado— dijo el interventor trasmutando su gesto crispado en cara de alivio.
—¿Qué sucede, caballeros? Ustedes dirán en qué les puedo ayudar.
 —Verá usted, don Ernesto: estamos apesadumbrados porque sucede que se ha producido un lamentable error a la hora de hacer efectiva su nómina. Nada que no se pueda subsanar, por supuesto. Así que no se preocupe— dijo el director —. Pero, y disculpe mi atrevimiento, ¿sería tan amable de comprobar lo que le hemos abonado?
Ernesto, hombre de mundo como era, anduvo rápido de reflejos y se percató de que ninguno de los tres soltaba prenda ni de la cuantía del error cometido ni del signo matemático del mismo y, a pesar de llevar el sobre con la paga en el bolsillo interior de la chaqueta, contestó pausadamente, sopesando cada una de sus palabras para ver el efecto que producían en el insólito auditorio:
—No faltaba más. Pero me temo que ahora no será posible. He dejado el sobre en mi despacho así que, esta misma tarde, en cuanto abra la Biblioteca, comprobaré lo que ustedes me comentan y, de hallar alguna diferencia, estén ustedes tranquilos que se lo haré saber sin demora.
En los rostros de sus interlocutores se reflejó un atisbo de decepción.
—Muy bien, don Ernesto... si no es indiscreción, ¿a qué hora abre usted?
—A las cinco, señores. De todas formas —continuó diciendo después de una breve pausa en la que pudo observar cierto recelo en los tres pares de ojos que se clavaban en él— disculpen ustedes mi falta de tacto. Me gustaría, y por ello les ruego, señores —añadió solemnemente—, que alguno de ustedes tuviera la amabilidad de hallarse presente en el momento de proceder a la comprobación.
—No, por Dios. No es necesario —intervino rápidamente el director — ¿Cómo íbamos a descon...?
—Insisto— cortó bruscamente Ernesto consiguiendo ser tajante—. Quiero que al menos uno de ustedes me acompañe, para tranquilidad suya y, sobre todo, para tranquilidad mía; así que, a las cinco en punto, nos vemos en la puerta. Caballeros...
—¡Que aproveche! —dijo el trío casi al unísono.
—Gracias. ¿Si gustan?
Cuando hubo pasado un rato, antes de entrar a los postres, Ernesto se dirigió a los servicios y una vez allí miró el contenido del sobre. En efecto, los tres bancarios tenían razón: se había producido una confusión y le habían abonado justo el doble.
—¡Qué astutos han sido! —, pensó —Por ladinos se llevarán una sorpresa.
 Antes de volver a su mesa, Ernesto llamó por teléfono a su amigo Juan y le dijo que tenía algo importante que comentarle y, que por favor, se pasara a tomar el café por el restaurante.
Cuando Juan llegó, Ernesto le puso al corriente de lo sucedido y le pidió consejo moral sobre algo que le inquietaba diciéndole:
—Querido Juanito, de todo este farragoso asunto, lo único que me preocupa es saber si el cajero deberá restituir el importe que ha desaparecido o no.
—Qué va. No te preocupes por eso —y tras un instante en silencio, continuó—. A los cajeros de todas las entidades les descuentan mensualmente una pequeña cantidad para pagar una especie de seguro que se llama quebranto de moneda, y que sirve precisamente para casos como éste. Así que estate tranquilo porque a Pascual no le descontarán ni una peseta de su nómina.
—Bueno, eso me tranquiliza. Ahora bien, en el plano ético creo que el dinero que, digamos, me han regalado, lo dejará de ganar una institución que sirve al capital y que, moralmente hablando, siempre, en mayor o menor medida a lo largo de su breve historia, ha hecho uso y abuso de la usura. Si no, no tendrían esos rendimientos tan desmedidos. Por tanto, mi opinión al respecto es que quién hurta a una corporación capitalista de esta clase, no comete fraude de ningún tipo. ¿Entiendes...? Bastante nos sacan a nosotros. Los beneficios de la banca son de todo punto escandalosos. Es más, si obtienen esos beneficios astronómicos que publican sin recato la prensa especializada, es porque, evidentemente, nos engañan y nos cobran más de lo que deben. No me cabe ninguna duda. ¿No te parece?
—Estoy totalmente de acuerdo contigo, Ernesto. Y además, robar a éstos no debe ser siquiera, moralmente hablando, pecado venial,  ¿sabes cómo que te digo?
 —Por supuesto. Eso mismo pensaba yo —Ernesto sacó dos cigarrillos del paquete de tabaco que estaba encima de la mesa y le ofreció uno a Juan. Éste aceptó y, tras darle fuego, continuó diciendo mientras jugueteaba con el mechero entre las manos—. Bien, pues podemos decir que hoy he tenido la increíble fortuna de cobrar una paga inesperada, extra, y nunca mejor dicho. Vamos a tomar otra copita para celebrarlo y después me acercaré a la Biblioteca para tenerlo todo a punto antes de las cinco, pues me ronda en la cabeza lo que creo que puede ser una gran jugada. Y, si me lo permites, y aprovechando que es viernes y la pequeña pedrea que me ha tocado, esta noche te invito a cenar y, de paso, te cuento el desenlace de esta sorprendente historia.

*     *     *

Cuando dieron las cinco en el reloj del Ayuntamiento, Ernesto dobló el esquinazo del edificio de la Biblioteca que conducía a la entrada principal de la misma. Allí, a falta de uno, se topó con los tres personajes que, si no fuera por su vestimenta actual, aunque no a la moda, parecerían rescatados de un cuento del ingenioso Dickens.
—Buenas tardes, señores.
—Buenas tardes —respondieron.
Ernesto abrió la enorme y pesada puerta y les invitó a pasar. Los condujo hasta su despacho y allí, a la vista de todos, se dirigió al cajón de su escritorio. Sacando su llavero del bolsillo del pantalón, introdujo una llave en la cerradura y la giró a continuación. Cogió el sobre y vio, de soslayo, cómo intercambiaban miradas de alivio. Lo abrió con parsimonia y, con esmerada y ensayada lentitud, contó el dinero para sí. Cuando terminó puso el fajo sobre la mesa y dijo:
—Efectivamente, señores. Tienen ustedes razón. Se ha producido un error —e hizo una pausa adrede para ver cómo, en los inquietos rostros que le habían acosado desde aquel mediodía, se dibujaban aliviadas sonrisas de aprobación—. Me han abonado ustedes cincuenta mil pesetas de menos y me agrada ver la diligencia, preocupación e interés que ustedes han puesto en todo este delicado asunto.

jueves, 16 de julio de 2015

Huida vertical

Lo cierto es que cuando decidió seguir aquella ruta para descender de la montaña, no pensó que fuera tan difícil. Bien es verdad que sabía que no iba a ser fácil, pero ahora se encontraba allí frente a un desnivel que rompía, casi verticalmente, la ya de por sí pronunciada pendiente. La caída que se presentaba ante sus ojos era de unos cuatro metros, y daba paso, sin solución de continuidad, y precisamente éso era lo malo del asunto, a una pendiente con una inclinación de unos sesenta grados. Por tanto, si no calculaba muy bien sus movimientos y llegaba abajo con mucha inercia, lo más probable es que siguiera cayendo sin más remedio.
«¡Ánimo!, Teodoro —se dijo—, si pasas esto, el resto será pan comido.» Lo cual, tampoco era del todo cierto, pues existía otro cortado más. Había, pues, que pensar y medir todos los movimientos. Por suerte, esta ruta tenía, casi en todo su recorrido, una pared que formaba con ella un ángulo de unos noventa grados, con lo cual se podría ayudar mucho con sus brazos, empujando hacia los lados para contrarrestar, de alguna manera, la fuerza de la gravedad. Había que decidirse, el momento urgía, así que puso su mano derecha lo más abajo que pudo sobre una pequeña grieta de la pared. Con su mano izquierda hizo lo propio y con su mirada trató de buscar algún saliente, por pequeño que fuera, para colocar los pies. Hizo fuerza con sus brazos como queriendo separar las paredes que, en ángulo de noventa grados, se le ofrecían y, a la vez, relajó el cuerpo para que fuese cayendo poco a poco. Mientras, con lo pies buscaba algún saliente donde colocar sus zapatillas. Le dolían los brazos cansados y cargados después del esfuerzo del día. Las piernas hacía rato que habían comenzado a dar muestras de flaqueza. ¿Entonces por qué no parar y continuar en otro momento? No podía. Tenía que llegar cuanto antes al punto de extracción, único lugar donde podría encontrarse seguro.
Huida peligrosa
Al borde del precipicio
Calculó que habría un metro desde sus zapatillas al fin del desnivel. Si se dejaba caer no era nada, salvo que la pendiente continuaba y casi no existía sitio para frenar el golpe. Buscó un lugar donde sujetarse en caso de fallar. Los brazos, debido a la tensión acumulada, empezaban a temblarle. Las pocas fuerzas que le restaban, comenzaban a dar serías muestras de abandono. No encontró lugar alguno donde poder aferrarse; pero estaba claro que debía lanzarse, puesto que no podía dar marcha atrás. Se dejó caer. Notó el golpe e intentó amortiguarlo todo lo posible para que su cuerpo no se moviera. Sus pies trastabillaron e irremediablemente comenzó a rodar por la pendiente tal y como había temido. Su cuerpo se fue golpeando según iba cayendo. Una peña de enormes aristas se alzaba ante él unos quince metros más abajo. A pesar de sus intentos por detenerse, su cuerpo iba ganando cada vez más velocidad. Sus manos, descarnadas ya, intentaban asirse a todo lo que podían cual zarpas de gato. De repente su cabeza golpeó brutalmente contra la peña... En ese isntante notó el suelo frío, su respiración agitada y el cuerpo bañado en sudor, su cabeza le dolía... y su cama, de la cual se había caído, permanecía a su derecha.

lunes, 13 de julio de 2015

Sentimiento extraño

—Será mejor que te quedes esperando en la plaza, sentado a la sombrita —le dijo su mujer.
—Sí, no es mala idea.
Así pues, mientras su esposa se internaba en el supermercado de aquella apacible localidad costera para hacer la compra, Alfredo se dirigió al centro de la plazoleta donde un grupo de niños armaba infantil bulla con sus juegos. Se sentó junto a la fuente buscando la sombra de los árboles y el frescor que el agua le pudiera proporcionar, pues el día recién amanecido se presentaba, sin ninguna duda, caluroso.
El embriagador perfume de la flor de azahar, omnipresente en las localidades mediterráneas, impregnaba el ambiente. No se estaba mal allí y más teniendo en cuenta que sentía su cuerpo extraño y un tanto cansado, sin poder hallar para ello ninguna explicación plausible. Sin darse cuenta y a la vez que dejaba volar su imaginación, se quedó mirando el chorro que, mientras salía verticalmente de la fuente, dibujaba imposibles figuras en el aire. Ello fue haciendo que Alfredo se relajara lentamente mientras todos sus sentidos le fueron embargando poco a poco.
No sabría decir cuánto tiempo permaneció en esta suspensión temporal del alma pero, de repente, se dio cuenta de que, aparentemente, el chorro de la fuente y el agua de la misma se habían congelado. ¿Era eso posible en pleno verano? Miró a su alrededor para ver si las demás personas se habían percatado de este insólito hecho; pero vio, con estupefacción, como toda la gente que podía divisar, a su vez había suspendido su existencia. Es más, incluso unos pájaros que en aquel momento cruzaban el cielo de color azul intenso, se habían petrificado suspendidos en él sin caerse. El aire, las nubes, las ramas de los árboles, antes apaciblemente mecidas por el viento, se habían detenido como si quisieran hacer un paréntesis en su pasar por la vida. Todos y todo cuanto le rodeaba, menos él, se hallaba estancado en el tiempo. ¿Qué estaría ocurriendo?
Le parecía estar viviendo una alucinación. Se levantó y, en un gesto de sana curiosidad infantil, tocó el agua inmovilizada. Para mayor sorpresa, podía atravesarla, al fin y al cabo sólo era agua —pensó él—, pero sin mojarse, ni alterar su forma por más que lo intentó, aunque pudiera notar su frescor. En su mente se cruzaban atropelladamente miles de ideas. Súbitamente, algo le impulsó a salir corriendo hacia el supermercado para ver qué había sucedido con su mujer. Con tan sólo este objetivo, nítido y anclado en ese instante en su mente, cruzó la improvisada sala de aquel museo de cera al aire libre. Los coches, que en el momento de producirse el evento circulaban con normalidad por la calle, ahora, al estar detenidos, no representaban ningún peligro. Así que, sin pensárselo dos veces, eligió el camino más corto y cruzó por delante de un inmenso todoterreno.

*     *     *

—No le vi aparecer. Se lo juro. Un instante antes no estaba y un segundo después... Fue como si surgiera de la nada... No lo entiendo —fue todo lo que el atónito e incrédulo conductor del todoterreno pudo balbucir ante los agentes de la policía municipal cuando se dispusieron a tomarle declaración.
Mientras, la que desde hacía años y hasta aquel día había sido la esposa de Alfredo, lloraba sin consuelo al lado del cadáver de su marido cubierto con una manta.

sábado, 20 de junio de 2015

¿Vida inteligente?


Madrid, 16 de julio de 1997

El ojo electrónico mostraba claramente un objeto, al parecer de metal, que, asomando entre el fino polvo rojizo, brillaba a la luz del remoto sol clavado en lo alto del cielo asalmonado. Los sabios, congregados ante las pantallas del potente ordenador del JPL de Pasadena, se quedaron mudos. Sobrepuestos a la impresión, dieron órdenes para que el pequeño vehículo teledirigido se acercara al intrigante objeto. Los minutos transcurridos hasta que éstas se cumplieron, pasaron con exas­perante lentitud. La tensión de ser los protagonistas de lo que podía ser un descubri­miento histórico sin igual, quedaba perfectamente reflejada en los rostros ansiosos del equipo científico de guardia. La imagen que entonces se plasmó en los monitores después de viajar a través de cientos de millones de kilómetros de oscuro y frío vacío, era tan nítida que, aun dejando lugar al ­asombro, no dejaba lugar a la duda: se podía afirmar que en el pasado Marte había sido hollado por algún tipo de vida inteligente al encontrar sobre su yerta y helada superficie uno de los objetos que probablemente hicieron de él un planeta desolado: una bomba nuclear sin estallar.