sábado, 20 de junio de 2015

La Bolsa o... la vida.

Madrid, 13 de octubre de 2001.
(Publicado en el periódico Parroquial)

ADVERTENCIA: Casi todo lo que sigue, excepto algunas consideraciones, es copia fiel del documento de reflexión “La Caridad en la vida de la Iglesia” de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, aprobado por la LX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española en noviembre de 1993.
¿Qué imagen daríamos de Dios si los cristianos calláramos ante la injusta situación de tantos millones de seres humanos en el mundo? ¿No facilitaríamos así, como dijo el Concilio Vaticano II, el ateísmo de tantos hombres de buena voluntad, que no pueden comprender un Dios que permite que algunos derrochen mientras otros mueren de hambre? (Gaudium et spes, 19). Para evitar ese silencio de Dios, que sería culpable y blasfemo, la Iglesia debe hablar y debe obrar, bien sea luchando por la justicia cuando la pobreza sea ocasionada por la injusticia, bien actuando por caridad.
¿Y por qué debe actuar la Iglesia y no Dios? Sencillamente, porque Dios creó al hombre libre, por eso no puede intervenir en el mundo sin que salga perdiendo la dignidad humana, y puesto que Dios no quiere permanecer indiferente ni desea mantenerse en silencio ante la injusticia, es obligación de los cristianos actuar en Su nombre estando siempre interesados y preocupados por la injusticia que produce tanta pobreza y miseria entre los hombres, y mediante la acción y la denuncia (denuncia que tiene al fin y a la postre la doble finalidad de defender al inocente y transformar al culpable) hacer todo lo posible para que, por fin, reine la justicia en la Tierra.
Si existe algo que se opone nítidamente a la justicia y que por tanto hay que luchar para erradicar de este mundo es la pobreza, que no es otra cosa que la manifestación y el resultado de una insolidaria desigualdad en el reparto de las riquezas, donde nuestro sistema económico es culpable por tener grandes desequilibrios sociales. Por ello, moralmente, no se puede dar la espalda a la realidad de la pobreza ya que está en juego “la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos ha sido confiada por el Creador y de la que, rigurosa y responsablemente, son deudores los hombres y mujeres de cada coyuntura histórica” (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 47).
En la medida que actuemos todos de esta manera, practicando la justicia y el amor misericordioso, iremos haciendo que la sociedad sea más justa, fraternal y humana (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 14). La Iglesia y los cristianos debemos mirar a los pobres con la mirada de Dios, que se nos ha manifestado en Jesús, y tenemos que tratar de hacer nuestros sus mismos sentimientos y actuaciones respecto de ellos, por medio del servicio a los pobres, que es una manera evidente de hacer presente a Jesús (“a mí me los hicisteis” Mt 25, 40 ss). Por tanto, en el grito de todos los pobres, los creyentes descubrimos y reconocemos la presencia del Señor doliente.
Con este espíritu se debe salir al encuentro con el necesitado. Pero este encuentro no puede ser para la Iglesia y el cristiano una mera anécdota intrascendente, ya que en su reacción y en su actitud se define su ser y también su futuro. En esa coyuntura quedamos todos, individuos e instituciones, implicados y comprometidos de un modo decisivo. La Iglesia sabe que ese encuentro con los pobres tiene para ella un valor de justificación o de condena, según nos hayamos comprometido o inhibido ante los pobres. Los pobres son sacramento de Cristo. No olvidemos que, según Juan Pablo II, “la Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia” (Dives in misericordia, 13). Y, en ese profesar y proclamar la misericordia, se encuentra obviamente la solidaridad de compartir bienes económicos. Por tanto, el testimonio de la Iglesia ha de ser elocuente y significativo, como profecía en acción. Si en algún sitio se juega el ser y actuar de la Iglesia es precisamente en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento. La actuación, el mensaje y el ser de una Iglesia auténtica consisten en ser, aparecer y actuar como una Iglesia-misericordia; una Iglesia que siempre y en todo es, dice y ejercita el amor compasivo y misericordioso hacia el miserable y el perdido, para liberarle de su miseria y de su perdición. Por consiguiente, como Jesús, toda la comunidad cristiana debe estar al servicio del Reino, abandonando falsas seguridades. No es posible servir al Dios verdadero, que quiere la vida para todos, y vivir obsesionados con la seguridad de las riquezas. El que trata de “guardar la vida”, realizarse como persona, despreocupándose de los otros, oprimiéndoles, o siendo cómplice de la opresión, se deshumaniza (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 38). La misión de la Iglesia es ser la Iglesia de los pobres, en un doble sentido: en el de una Iglesia pobre, y una Iglesia para los pobres (Juan Pablo II, Dives in misericordia).
La Iglesia concibe la pobreza como una forma de vida modesta y sencilla, pero digna y honesta; que no busca acaparar riquezas para un mañana siempre incierto, sino que vive trabajando honestamente para vivir en el presente (Catecismo de la Iglesia Católica, nn 2544-2547). Para lograrlo, la pobreza evangélica debería ser la actitud ideal del cristiano ante los bienes materiales, viviendo con sencillez y sobriedad, compartiendo generosamente con los necesitados, no acumulando riquezas que acaparan el corazón, trabajando para el propio sustento y confiando en la providencia de Dios Padre. No está de más en este punto, recordar a San Ambrosio cuando decía: “Aquel que envió sin oro a los Apóstoles (Mt 10,9) fundó también la Iglesia sin oro. La Iglesia posee oro no para tenerlo guardado, sino para distribuirlo y socorrer a los necesitados. Pues ¿qué necesidad hay de reservar lo que, si se guarda, no es útil para nada? Acaso nos dirá el Señor: ¿Por qué habéis tolerado que tantos pobres murieran de hambre, cuando poseíais oro con el que procurar alimento?” (San Ambrosio, De officiis ministrorum II, XXVIII, 137 PL 16, 140). O recordar también que, cuando San Juan de Dios gritaba por las calles de Granada pidiendo para sus pobres, empleaba el siguiente eslogan: “Hermanos: haced bien a vosotros mismos”. Así que la pobreza evangélica ha de ser una vocación universal para todos los bautizados, pero sobre todo para los que asumen con un voto especial la pobreza de la vida consagrada.
Las palabras de Jesús son claras al insistir frecuentemente en su predicación sobre el grave peligro que para la salvación suponen las riquezas: más difícil que entrar un camello por el ojo de una aguja (Mt 19, 24). Por ello, no se puede servir a Dios y a las riquezas (Mt 6, 24). De este modo advirtió que los ricos tienen grave peligro de perderse, por orgullosos, injustos, y adoradores del dios-dinero. Jesús predica y vive conforme a su predicación. Como Hijo de Dios, Jesús vive abandonado y confiado en la providencia de su Padre, e impone la misma actitud a sus discípulos. No hay que vivir angustiados por el mañana, diciendo; “¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?”, “pues ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso (Mt 6, 31-32)”. La experiencia de todos los tiempos demuestra que las riquezas terminan por acaparar y esclavizar el corazón del hombre, convertido en un servidor dependiente del dios del dinero, al que sacrifica y se sacrifica constantemente. El Señor también supone que muchos obrarán a su favor sin saberlo expresamente: “¿Cuándo te vimos desnudo y te vestimos? Cuando lo hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 31-46)”. No olvidemos pues que nuestro destino eterno, estará condicionado por nuestra actitud afectiva y efectiva hacia los hombres más débiles y necesitados. Bien podríamos decir, por tanto, teniendo en cuenta la necesaria adaptación del mensaje cristiano a las condiciones sociales de cada tiempo y lugar, que la acción caritativa y social será la piedra de toque para los cristianos y la Iglesia de nuestro tiempo, para que el Señor pueda decirnos al fin de nuestra vida terrena y al final de los tiempos: Venid, benditos de mi Padre, porque estaba parado y me disteis trabajo; era inmigrante y me acogisteis; estaba hundido en la droga, el alcoholismo o el juego, y me tendisteis una mano para levantarme... Conmigo lo hicisteis (Mt 25, 31-46).
Por desgracia, la Iglesia con su actitud ha ayudado, a lo largo de los siglos, al desprestigio de la palabra caridad, alabando como muy caritativas a personas que daban como limosna unas migajas de lo mucho que, por otra parte, adquirían injustamente en sus empresas o negocios. Y puesto que cada domingo afirmamos que la actividad caritativo-social pertenece esencialmente a la constitución de la Iglesia, no logro comprender, por mucho que traten de explicármelo leyéndome una carta, en lugar de hacer la correspondiente homilía, cómo habiendo tanta penuria en el mundo (recordemos que ahora mismo una tremenda hambruna azota las tierras de Centroamérica donde cada día mueren un sinnúmero de niños) se pueda tratar de justificar, manifestando incluso que los inversores de Gescartera no son culpables sino víctimas (nadie discute eso), destinar el dinero a la especulación financiera en la Bolsa (se invierte lo que a uno le sobra) donde, también cabe recordar, cotizan muchas empresas que, precisamente en este primer mundo rico y lleno de desigualdades, no brillan por su ética (fabricantes de armamentos, multinacionales farmacéuticas que se niegan a ceder sus patentes al tercer mundo, empresas que despiden a sus trabajadores, no por no obtener beneficios, sino por querer más, etc.). El dinero que sobra (insisto que es el que se invierte), siempre será indispensable para el ejercicio de la caridad cristiana en forma de asistencia inmediata a los necesitados, con el fin de paliar o remediar una situación, que no admite espera, sino que necesita urgentemente del buen samaritano que se le acerque, le vende las heridas y le lleve a la posada. ¿Cómo podríamos concebir la vida de Jesús, viviendo en la abundancia mientras otros hombres estuvieran en la miseria? ¿No es una contradicción flagrante que nos llamemos Hijos de Dios si no nos sentimos hermanos de todos los hombres? ¿Y cómo podemos decir con verdad que somos hermanos de los hombres si nosotros acaparamos lo que nos es innecesario cuando a otros les falta hasta lo imprescindible para poder vivir?
Y si en la Iglesia falta la caridad, nuestras instituciones serán frías, sin alma, y nuestra acción caritativa y social carecerá de impulso, entusiasmo, entrega, constancia, paciencia, ternura y generosidad, tan necesarias siempre en este campo de la atención a la indigencia, la miseria y la marginación. Y puesto que según el Concilio Vaticano II “es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio” (Lumen Gentium, 4), es mi deber, como parte integrante de la Iglesia que soy, tratar de interpretar estos tiempos sorprendentes que corren donde el hombre pobre y excluido, el dolor y la miseria humana, las vivas y lacerantes heridas abiertas por la pobreza y la marginación social en el corazón de la libertad y la dignidad de tantos seres humanos están llenos de interrogantes, hacer que mis pulmones anhelen estallar gritando alto y claro, para que lo escuche el alto clero, y dejen de una vez por todas de justificar lo injustificable: la Bolsa o... la Vida Eterna.

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