(Publicado en el periódico Parroquial, Noviembre de 2002)
No cabe duda de que el papado, tal vez marcado por haber dado sus primeros pasos en los momentos culminantes del imperialismo romano e imitando el modo de actuar de sus emperadores, se ha ido convirtiendo en una institución de dominación (a pesar del aire fresco del Concilio Vaticano II) inmersa en una comunidad de fe que, bien al contrario, debería estar regida por el servicio (en lugar de por el dominio) siguiendo el ejemplo del Pedro bíblico y el modelo de Gregorio Magno, que hicieron de sus primados un genuino ejercicio de responsabilidad espiritual auténticamente pastoral que buscaba activamente el bienestar, la mediación y el arbitraje de toda la comunidad eclesial. En el transcurso de sus 2.000 años de historia, la Iglesia ha pasado de ser una institución despiadadamente perseguida a ser inquisidoramente perseguidora, reemplazando a menudo el servicio por el poder.
Nuestra congregación de fieles, la Iglesia, fundamenta su jerarquía en una estructura piramidal, y por ende son muchos los pastores que reproducen la forma de dirigir que tienen los que están en la punta del vértice y pretenden dominar, olvidándose de las enseñanzas y de lo que en su momento significó la Iglesia primitiva.
Cuando percibimos formas de actuación como éstas, en nada acordes a los tiempos que vivimos, ni nada que tenga que ver con lo que un buen creyente debe soportar, viene bien hacer una pausa y reflexionar (y llegado el caso denunciar, porque la denuncia responsable es un deber cristiano), y proclamar lo que muchos de los feligreses de a pie deseamos, aunque probablemente choque frontalmente con lo que algunos presbíteros allegados ansían: No anhelamos la insubordinación irresponsable sino un gobernar y superar en conjunto las tareas de un poder compartido con todas sus dificultades y todos los aciertos que ello pueda conllevar. No queremos la sumisión que a veces se nos pide de caminar con la cabeza gacha de aquel al que hacen sentirse pecador, pues todos lo somos, sino que nos ayuden a levantarnos y a tratar de no tropezar de nuevo. Y es que a veces, ciertos eclesiásticos adoctrinan a sus fieles de buena fe en un tradicionalismo decadente e inoperante, induciéndoles a sentirse pecadores para poder usarlos y así moldearlos, a guisa de peldaños con los que subir y poder alcanzar aquellos puestos de honor y de prestigio que les haga llegar lejos en una carrera calculada y distinguida.
Es por ello que no necesitamos ni queremos guías espirituales que se preocupan más por escalar esa pirámide de poder que por mirar y escuchar a quienes tienen al lado aplicando el amor y la compresión que emanan de las admirables y bellas páginas del Evangelio, guías que en demasiadas ocasiones se hacen acompañar por signos exteriores de grandeza en lugar de hacerse cercanos, pobres y sencillos, como es el rebaño al que asisten, guías que deberían dejar de lado la moral de libro, una moral de exigencias incomprensible y muy a menudo obsoleta.
Y es que, de una vez por todas, la Iglesia oficial debe dejar de creer que los fieles que tutelan tengan, o tengamos, que dejar de lado nuestra propia lógica, nuestro raciocinio, nuestra conciencia; para decirlo llanamente: Nuestra propia identidad.
No debería hacer falta recordarles que Dios nos hizo libres y por tanto nos desea libres, lo cual implica que no impone su voluntad en absoluto ni pretende que quede por encima de la nuestra. Él nos quiere pasando por la vida con nuestra propia, auténtica y singular personalidad, toda ella colmada de fe gozosa y pletórica de ánimo; no coartados, no entristecidos, no humillados, ni consiguientemente apartados por este motivo de algo tan realmente hermoso como lo que Su hijo inició: El Cristianismo.
Recordemos que cuando Jesús dijo “Conozco mis ovejas” (Jn. 10, 14) quiso expresar que nos conoce y acepta tal cual somos, que por encima de todo respeta la idiosincrasia particular de cada uno de nosotros, nuestra libertad y nuestra personalidad. En dos palabras: Nos quiere tal como somos, nos escucha y acoge.
Asimismo, cuando predicó “La verdad os hará libres” (Jn. 8, 32) proclamó de una vez por todas que no hay más autoridad que la autoridad de la Verdad y por consiguiente la Iglesia ha de hablar a la sociedad del siglo XXI de manera verdadera, auténtica, genuina, esto es de manera autorizada pero no autoritaria y seguir el mismo camino que tomó Jesús: Servir a los demás.
Opino que lo anterior es motivo más que suficiente para que los pastores busquen puntos de encuentro con sus rebaños de ovejas, las escuchen y por tanto dialoguen tratando de llegar a un acuerdo razonable, en vez de darse la vuelta cuando se sienten interpelados. En fin, se podría argumentar que un día malo lo tiene cualquiera, y así es, pero cuando lo que debiera ser extraordinario se convierte en habitual, en una actitud reiterada, se comprende que nos hallamos más bien ante un carácter (que no carisma) peculiar que entiende que sus ovejas son torpes e ignorantes y necesitan mano dura que les guíe. No es así; cada una de ellas tiene también una vida por contar y de la que se puede aprender y sacar mucho provecho para el bien de la Comunidad.
Lo digo una vez más, desde esta tribuna y con total certeza: Compartiendo las responsabilidades de gobierno (sobre todo escuchando y dialogando) podremos sacar adelante, de manera más sencilla y eficaz, el proyecto de Iglesia de futuro en el que todos creemos.
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