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El fascismo, con sus mentiras y odios, llevan el mundo al desastre |
Reconozco que cuando debato con alguien cuyos argumentos se basan en mentiras, me desarma. Pero no por falta de razones y datos para rebatirlos. Me descoloca constatar, con tristeza y asombro, que vivimos en realidades paralelas, tan distintas y distantes que un muro invisible pero infranqueable se alza entre nosotros. Y así, el diálogo se torna estéril.
Ese muro no es de ladrillos y cemento, sino erigido en la desinformación, en titulares manipulados, en emociones exacerbadas… cimentado sobre el odio y la peligrosa facilidad y velocidad con que se comparten falsedades en las redes sociales. Y lo más alarmante es el rechazo sistemático a todo lo que no encaje en una visión preestablecida de su mundo.
A lo largo de mi vida, incluso en los debates más encendidos, siempre hubo espacio para la razón, para el contraste de ideas, para el intercambio sincero. Podías estar en desacuerdo con alguien, pero, aun así, existía un compromiso común: el respeto por los hechos, las fuentes fiables y el pensamiento crítico. El diálogo era posible. La escucha, también. Podías convencer o ser convencido.
Pero desde que las redes sociales se convirtieron en el medio principal —y en algunos casos único— de información para muchas personas, todo cambió. La rapidez sustituyó a la reflexión; la viralidad, a la veracidad; la inteligencia, a la estupidez. Y en ese entorno, la mentira se disfraza de verdad con turbadora facilidad. Ahora, como diría Unamuno, solo quieren vencer.
Lo peor no es que haya personas que se equivoquen o que crean en una información falsa. Eso siempre ha sucedido. Lo verdaderamente desolador es que, aun cuando se les presentan datos contrastados, hechos irrefutables, pruebas objetivas, se cierran en banda. No escuchan ni quieren escuchar. Porque admitir una mentira es, para muchos, arruinar el relato que han construido sobre sí mismos y sobre el mundo. Y ese vértigo es, para ellos, más insondable que la mentira misma.
Así, infundio a infundio, se va erigiendo ese muro que separa no solo opiniones, sino realidades. Una muralla que impide el encuentro, que impide el entendimiento, que impide llegar al otro, que nos fragmenta como sociedad y nos aleja como individuos.
Y, a pesar del desaliento, no dudo que la verdad —por incómoda o lenta que sea— tiene un valor irrenunciable. Porque sin ella, no hay diálogo posible. Y sin diálogo, no hay futuro compartido.