Madrid, 28 de junio de 1998.
Érase una vez una remota región en la que un cónsul, erigiéndose en abanderado de los derechos más fundamentales del hombre y prometiendo un futuro mejor para todos, se hizo con el mando. Su estancia en el poder le fue moldeando hasta convertirlo en un magnífico embelesador a la vez que en un gran megalómano en posesión de la verdad y, por tanto, creyendo estar siempre por encima del bien y del mal. Desde esta nueva percepción del mundo que tenía, y sin poderse establecer el nexo de unión, en la región por él gobernada surgió una tenebrosa guardia pretoriana que, con la excusa de eliminar a todos aquéllos que pusieran en peligro el sistema implantado, no tardó demasiado en cometer desmanes, incluso en regiones vecinas, pues se creían impunes y amparados por su cónsul.
El tiempo pasó y, por avatares de la vida, el cónsul dejó de serlo. Al cabo de unos años un consejo de sabios se reunió para investigar los crímenes cometidos por la guardia pretoriana y, justo el día (¿azar o premeditación?) en que el cónsul había sido citado para declarar ante los venerables ancianos, un lunático, armado con un simple punzón de escritura, secuestró una galera repleta de pasajeros entre los cuales se hallaba, casualmente, una distinguida pitonisa meridional en viaje promocional para que la susodicha región albergara los próximos juegos olímpicos.
Aquel día los mensajeros del imperio dieron como primera noticia la que no debería haber sido más que una simple anécdota: el secuestro de la galera. Así el cónsul, una vez más, pasó por la historia como si a él no le concerniera lo que allí se estaba investigando.
Érase una vez una remota región en la que un cónsul, erigiéndose en abanderado de los derechos más fundamentales del hombre y prometiendo un futuro mejor para todos, se hizo con el mando. Su estancia en el poder le fue moldeando hasta convertirlo en un magnífico embelesador a la vez que en un gran megalómano en posesión de la verdad y, por tanto, creyendo estar siempre por encima del bien y del mal. Desde esta nueva percepción del mundo que tenía, y sin poderse establecer el nexo de unión, en la región por él gobernada surgió una tenebrosa guardia pretoriana que, con la excusa de eliminar a todos aquéllos que pusieran en peligro el sistema implantado, no tardó demasiado en cometer desmanes, incluso en regiones vecinas, pues se creían impunes y amparados por su cónsul.
El tiempo pasó y, por avatares de la vida, el cónsul dejó de serlo. Al cabo de unos años un consejo de sabios se reunió para investigar los crímenes cometidos por la guardia pretoriana y, justo el día (¿azar o premeditación?) en que el cónsul había sido citado para declarar ante los venerables ancianos, un lunático, armado con un simple punzón de escritura, secuestró una galera repleta de pasajeros entre los cuales se hallaba, casualmente, una distinguida pitonisa meridional en viaje promocional para que la susodicha región albergara los próximos juegos olímpicos.
Aquel día los mensajeros del imperio dieron como primera noticia la que no debería haber sido más que una simple anécdota: el secuestro de la galera. Así el cónsul, una vez más, pasó por la historia como si a él no le concerniera lo que allí se estaba investigando.
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