sábado, 20 de junio de 2015

Toda una vida de guerra

Madrid, 1 de septiembre de 1995

Hacía cuatro años que ella había nacido en medio de la guerra. Desde hace tres días, su cuerpo yace tirado en el tanatorio de Sarajevo junto a otros treinta y seis. Toda una vida, la suya, en la que sólo conoció los horrores de la guerra. No ha sido la única, ni será la última víctima inocente de algo que, seguramente, ni ella misma alcanzaba a comprender: la aplastante lógica de la guerra. La guerra, por tanto la muerte, para ella era la vida, el día a día, no había conocido otra cosa. ¿Cómo imaginaría la paz una mente de cuatro años si jamás la había respirado, a no ser en el interior de la escasa protección que le ofrecía su hogar en una ciudad en guerra o por aquello que de vez en cuando le relataran sus mayores? ¡Toda una vida, aunque breve eso sí, de guerra! ¿Servirá para algo su inmolación? ¿Qué opinión merecerá a sus familiares la comunidad internacional por no haber sido capaz de actuar con efectividad en tanto tiempo? Si por fin se lograse el armisticio, ¡ojalá! ¿qué paz encontrarían sus padres, a los que se ha privado de ver crecer a su hija durante el resto de sus vidas? ¿Hasta dónde necesitamos que se destape la barbarie humana para que de una vez por todas se revuelvan nuestras conciencias de avestruz?
Toda vida es sagrada, pero aún lo son más las de los inocentes y se debe hacer todo lo posible para que las mismas sean respetadas. Para realizar una inter­vención adecuadamente proporcionada y definitiva, ¿qué se necesita? ¿es cuestión de cantidad (gran número de víctimas) o de calidad (depende de a quién se masa­cre)?
Se acerca el fin del segundo milenio y verdaderamente me preocupa. No porque nos vayamos haciendo cada día más viejos, sino porque nos vamos haciendo cada día más inhumanos.

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