Madrid, 9 de abril de 1997.
Dicen los próceres de la patria, puede que para no verse violentamente apeados de sus puestos, que el fin jamás podrá justificar los medios.
Por tanto, aunque sea cierto que la diaria realidad de millones de personas en el Perú sea la extrema pobreza, que las condiciones de vida de los presos en las cárceles peruanas no alcancen ni los mínimos más elementales y que, como ya sabíamos y hemos tenido oportunidad de recordar tras el injustificable y execrable asalto a la Embajada japonesa, las libertades y la justicia social están reñidas con el presidente del Perú (de nuevo la sombra de la duda, aunque esta vez más alargada, se abate sobre Alberto Fujimori y más aun al haberse dejado fotografiar junto al cadáver del comandante Evaristo como si fuese un trofeo cinegético y saberse que varios guerrilleros recibieron como única respuesta un tiro a quemarropa cuando trataban de rendirse), no es menos cierto que el comando del M.R.T.A. mantenía secuestradas a cerca de un centenar de personas.
Se deduce por tanto que, aunque los revolucionarios lucharan por causas justas y nobles, no deberían haberlo hecho, para cumplir con el axioma, empleando la fuerza (fuerza que, en este caso, se limitó a mantener retenidas contra su voluntad a varias decenas de personas). Pero, para cumplir con lo que los gobernantes nos exigen, y con el propósito de medirnos todos con el mismo rasero, no comprendo por qué desde las cancillerías de aquellos países que dicen defender los valores de la democracia, se han enviado comunicados de felicitación a pesar del trágico desenlace de unos hechos que, lejos de ser loables, y para ser escrupulosos con la máxima del fin y los medios, son, cuando menos, merecedores de la apertura urgente de una comisión de investigación internacional e imparcial, que aclare todo lo acaecido durante la liberación de la Embajada. Y, si la misma desvela que en el transcurso de la operación se violaron las más elementales normas éticas aplicables en este tipo de actuaciones (Convención de Ginebra, Derechos Humanos, etc., etc.), reclamar, para mantener la coherencia política, el castigo de los artífices de su creación y de los responsables de su ejecución; aunque éstos sean cargos que pertenezcan a las más altas instancias de aquel país.
Es justicia que nuestra conciencia nos demanda para poder enterrar a los muertos en paz.
Dicen los próceres de la patria, puede que para no verse violentamente apeados de sus puestos, que el fin jamás podrá justificar los medios.
Por tanto, aunque sea cierto que la diaria realidad de millones de personas en el Perú sea la extrema pobreza, que las condiciones de vida de los presos en las cárceles peruanas no alcancen ni los mínimos más elementales y que, como ya sabíamos y hemos tenido oportunidad de recordar tras el injustificable y execrable asalto a la Embajada japonesa, las libertades y la justicia social están reñidas con el presidente del Perú (de nuevo la sombra de la duda, aunque esta vez más alargada, se abate sobre Alberto Fujimori y más aun al haberse dejado fotografiar junto al cadáver del comandante Evaristo como si fuese un trofeo cinegético y saberse que varios guerrilleros recibieron como única respuesta un tiro a quemarropa cuando trataban de rendirse), no es menos cierto que el comando del M.R.T.A. mantenía secuestradas a cerca de un centenar de personas.
Se deduce por tanto que, aunque los revolucionarios lucharan por causas justas y nobles, no deberían haberlo hecho, para cumplir con el axioma, empleando la fuerza (fuerza que, en este caso, se limitó a mantener retenidas contra su voluntad a varias decenas de personas). Pero, para cumplir con lo que los gobernantes nos exigen, y con el propósito de medirnos todos con el mismo rasero, no comprendo por qué desde las cancillerías de aquellos países que dicen defender los valores de la democracia, se han enviado comunicados de felicitación a pesar del trágico desenlace de unos hechos que, lejos de ser loables, y para ser escrupulosos con la máxima del fin y los medios, son, cuando menos, merecedores de la apertura urgente de una comisión de investigación internacional e imparcial, que aclare todo lo acaecido durante la liberación de la Embajada. Y, si la misma desvela que en el transcurso de la operación se violaron las más elementales normas éticas aplicables en este tipo de actuaciones (Convención de Ginebra, Derechos Humanos, etc., etc.), reclamar, para mantener la coherencia política, el castigo de los artífices de su creación y de los responsables de su ejecución; aunque éstos sean cargos que pertenezcan a las más altas instancias de aquel país.
Es justicia que nuestra conciencia nos demanda para poder enterrar a los muertos en paz.
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