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lunes, 31 de enero de 2022

Quebrantar el séptimo mandamiento

 

La Iglesia debe devolver todo lo registrado sin garantía legal
La Iglesia debe devolver todo lo registrado sin garantía legal

Mientras la noticia no sea que la Iglesia española se apropió de lo que no le pertenece, sino que devuelve una pequeña parte de lo robado, vamos mal.
De momento reconoce que no eran suyos casi 1.000 de los 35.000 inmuebles que, gracias a una ley de Aznar de 1998, pudo registrar para incrementar su patrimonio con la firma del obispo diocesano y sin probar nada. En su codicioso desenfreno acaparador de bienes terrenales, llegó a escriturar más de 2.000 al año hasta que una seria advertencia del Tribunal de Estrasburgo por no garantizar la seguridad jurídica, obligó a cambiar la ley. Y, a pesar de que los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 recogen que la Iglesia «debe lograr por sí misma los recursos suficientes para sus necesidades», algunos de estos inmuebles son explotados con éxito comercial y no pagan impuestos, aunque su mantenimiento corre a cargo del Estado. Otros, incluso se han vendido.
Como sabían lo que hacían, ¿habrá consecuencia penal? Y si la ilegalidad de los registros es patente, ¿por qué no se revierten y es la Iglesia quien demuestra su dominio?
Mucho sermón evangélico, mucha promesa celestial… pero más doble moral y mal ejemplo; como cuando las limosnas de los cepillos se las jugaban en Bolsa.
Es hora de eliminar los privilegios medievales que perpetuó el nacionalcatolicismo.

sábado, 20 de noviembre de 2021

Así no, señor obispo

 Se queja el portavoz de los obispos de que se ponga el foco en la Iglesia a la hora de hablar de los abusos, cuando representa el 0,8% de los casos. Así, no, señor obispo. No debería compararse con otros. Ya sabe aquello «de mal de muchos…». Pero, vale, le compro su malestar, aunque vamos a analizarlo:
Según las últimas estadísticas, en España 37.286 religiosos, tres cuartas partes mujeres y una cuarta parte, hombres. La población española es de 47.394.223. Si descontamos a los menores de 10 años –que no cometerán abusos sexuales y es lo que INE me permite consultar–, nos queda una población de 43.087.088. El porcentaje de religiosos sobre esa población es de 0,087%.
Parece que, sin saber cuántos casos se quedan sin denunciar por múltiples causas y conflictos éticos/religiosos, los abusos en la Iglesia son casi 10 veces superiores a lo que deberían ser.
Tal vez esto tenga que ver con el celibato religioso, no lo sé, pero, al menos, deberían meditar sobre ello.

jueves, 28 de octubre de 2021

El Papa

 

Los creyentes cavernícolas atacan al Papa
Los creyentes cavernícolas atacan al Papa
Hace tiempo que la derecha católica, apostólica y romana –la que pontifica sobre el bien y el mal–, no traga al Papa Francisco; y más ahora, cuando dice que el liberalismo económico no es cristiano y aboga por reducir la jornada laboral para crear más empleo, y defiende una justicia social con un salario universal para combatir la miseria, los ataques se recrudecen con saña. Por eso, Santiago Abascal –emulando a Garzón con el Rey– deja claro que repudia su autoridad citándolo como «el ciudadano Bergoglio». Asimismo, la ultra conservadora Díaz-Ayuso objeta «que un católico que habla español pida perdón sobre los “pecados” cometidos por la Iglesia Católica durante la conquista». Pero, aún me resulta más sorprendente que el devoto Francisco Marhuenda lo tache de «antiespañol, que lo demuestra y de populista, peronista de izquierdas».
Me quedo boquiabierto y ojiplático porque, ¿acaso, para los católicos, no es el Pontífice el Vicario de Cristo en la Tierra –la piedra sobre la que fundó su Iglesia– al que deben respeto y obediencia?
¡Uy, uy, uy…! Si los Papas no critican la desigualdad que genera el materialismo capitalista –dos milenios salvo excepciones–, hay disciplinado silencio… Se diría que estos creyentes solo respetan al dios dinero.

jueves, 4 de julio de 2019

Señor Fratini, largo lo fiais


La Iglesia y Franco: historia de amor
La Iglesia y Franco: historia de amor
En su adiós, Renzo Fratini, nuncio del Vaticano en España y 10 años calladito, larga perlas mostrando su parecer y supina ignorancia de nuestra historia. En ellas, dice que Franco, según unos, «liberó a España de la guerra civil» y que «Dios lo juzgará». ¡Hombre!, pues si es por eso, abolamos los tribunales que ya sentenciará Dios.
Señor Fratini, al César lo que es del César… Cuando hable en calidad de nuncio, debería opinar de lo divino, que de lo humano ya lo haremos los mortales. Le diré que Franco inició una guerra civil con un golpe de estado contra un gobierno democrático y, por tanto, fue culpable de la muerte de cientos de miles de personas de ambos bandos. Al finalizar la guerra, y con absoluto desprecio a los Derechos Humanos, cosificó a la mujer y prolongó la represión 36 años más hasta acallar, por medio del crimen y el terror, cualquier tipo de disidencia. Su consabida paz se cimentó en el silencio sepulcral de los cementerios.
En serio, ¿que Dios juzgue? Largo lo fiais.

martes, 23 de junio de 2015

De pastores y rebaños.

(Publicado en el periódico Parroquial, Noviembre de 2002)
No cabe duda de que el papado, tal vez marcado por haber dado sus primeros pasos en los momentos culminantes del imperialismo romano e imitando el modo de actuar de sus emperadores, se ha ido convirtiendo en una institución de dominación (a pesar del aire fresco del Concilio Vaticano II) inmersa en una comunidad de fe que, bien al contrario, debería estar regida por el servicio (en lugar de por el dominio) siguiendo el ejemplo del Pedro bíblico y el modelo de Gregorio Magno, que hicieron de sus primados un genuino ejercicio de responsabilidad espiritual auténticamente pastoral que buscaba activamente el bienestar, la mediación y el arbitraje de toda la comunidad eclesial. En el transcurso de sus 2.000 años de historia, la Iglesia ha pasado de ser una institución despiadadamente perseguida a ser inquisidoramente perseguidora, reemplazando a menudo el servicio por el poder.
Iglesia
Nuestra congregación de fieles, la Iglesia, fundamenta su jerarquía en una estructura piramidal, y por ende son muchos los pastores que reproducen la forma de dirigir que tienen los que están en la punta del vértice y pretenden dominar, olvidándose de las enseñanzas y de lo que en su momento significó la Iglesia primitiva.
Cuando percibimos formas de actuación como éstas, en nada acordes a los tiempos que vivimos, ni nada que tenga que ver con lo que un buen creyente debe soportar, viene bien hacer una pausa y reflexionar (y llegado el caso denunciar, porque la denuncia responsable es un deber cristiano), y proclamar lo que muchos de los feligreses de a pie deseamos, aunque probablemente choque frontalmente con lo que algunos presbíteros allegados ansían: No anhelamos la insubordinación irresponsable sino un gobernar y superar en conjunto las tareas de un poder compartido con todas sus dificultades y todos los aciertos que ello pueda conllevar. No queremos la sumisión que a veces se nos pide de caminar con la cabeza gacha de aquel al que hacen sentirse pecador, pues todos lo somos, sino que nos ayuden a levantarnos y a tratar de no tropezar de nuevo. Y es que a veces, ciertos eclesiásticos adoctrinan a sus fieles de buena fe en un tradicionalismo decadente e inoperante, induciéndoles a sentirse pecadores para poder usarlos y así moldearlos, a guisa de peldaños con los que subir y poder alcanzar aquellos puestos de honor y de prestigio que les haga llegar lejos en una carrera calculada y distinguida.
Es por ello que no necesitamos ni queremos guías espirituales que se preocupan más por escalar esa pirámide de poder que por mirar y escuchar a quienes tienen al lado aplicando el amor y la compresión que emanan de las admirables y bellas páginas del Evangelio, guías que en demasiadas ocasiones se hacen acompañar por signos exteriores de grandeza en lugar de hacerse cercanos, pobres y sencillos, como es el rebaño al que asisten, guías que deberían dejar de lado la moral de libro, una moral de exigencias incomprensible y muy a menudo obsoleta.
Y es que, de una vez por todas, la Iglesia oficial debe dejar de creer que los fieles que tutelan tengan, o tengamos, que dejar de lado nuestra propia lógica, nuestro raciocinio, nuestra conciencia; para decirlo llanamente: Nuestra propia identidad.
No debería hacer falta recordarles que Dios nos hizo libres y por tanto nos desea libres, lo cual implica que no impone su voluntad en absoluto ni pretende que quede por encima de la nuestra. Él nos quiere pasando por la vida con nuestra propia, auténtica y singular personalidad, toda ella colmada de fe gozosa y pletórica de ánimo; no coartados, no entristecidos, no humillados, ni consiguientemente apartados por este motivo de algo tan realmente hermoso como lo que Su hijo inició: El Cristianismo.
Recordemos que cuando Jesús dijo “Conozco mis ovejas” (Jn. 10, 14) quiso expresar que nos conoce y acepta tal cual somos, que por encima de todo respeta la idiosincrasia particular de cada uno de nosotros, nuestra libertad y nuestra personalidad. En dos palabras: Nos quiere tal como somos, nos escucha y acoge.
Asimismo, cuando predicó “La verdad os hará libres” (Jn. 8, 32) proclamó de una vez por todas que no hay más autoridad que la autoridad de la Verdad y por consiguiente la Iglesia ha de hablar a la sociedad del siglo XXI de manera verdadera, auténtica, genuina, esto es de manera autorizada pero no autoritaria y seguir el mismo camino que tomó Jesús: Servir a los demás.
Opino que lo anterior es motivo más que suficiente para que los pastores busquen puntos de encuentro con sus rebaños de ovejas, las escuchen y por tanto dialoguen tratando de llegar a un acuerdo razonable, en vez de darse la vuelta cuando se sienten interpelados. En fin, se podría argumentar que un día malo lo tiene cualquiera, y así es, pero cuando lo que debiera ser extraordinario se convierte en habitual, en una actitud reiterada, se comprende que nos hallamos más bien ante un carácter (que no carisma) peculiar que entiende que sus ovejas son torpes e ignorantes y necesitan mano dura que les guíe. No es así; cada una de ellas tiene también una vida por contar y de la que se puede aprender y sacar mucho provecho para el bien de la Comunidad.
Lo digo una vez más, desde esta tribuna y con total certeza: Compartiendo las responsabilidades de gobierno (sobre todo escuchando y dialogando) podremos sacar adelante, de manera más sencilla y eficaz, el proyecto de Iglesia de futuro en el que todos creemos.

sábado, 20 de junio de 2015

La Bolsa o... la vida.

Madrid, 13 de octubre de 2001.
(Publicado en el periódico Parroquial)

ADVERTENCIA: Casi todo lo que sigue, excepto algunas consideraciones, es copia fiel del documento de reflexión “La Caridad en la vida de la Iglesia” de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, aprobado por la LX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española en noviembre de 1993.
¿Qué imagen daríamos de Dios si los cristianos calláramos ante la injusta situación de tantos millones de seres humanos en el mundo? ¿No facilitaríamos así, como dijo el Concilio Vaticano II, el ateísmo de tantos hombres de buena voluntad, que no pueden comprender un Dios que permite que algunos derrochen mientras otros mueren de hambre? (Gaudium et spes, 19). Para evitar ese silencio de Dios, que sería culpable y blasfemo, la Iglesia debe hablar y debe obrar, bien sea luchando por la justicia cuando la pobreza sea ocasionada por la injusticia, bien actuando por caridad.
¿Y por qué debe actuar la Iglesia y no Dios? Sencillamente, porque Dios creó al hombre libre, por eso no puede intervenir en el mundo sin que salga perdiendo la dignidad humana, y puesto que Dios no quiere permanecer indiferente ni desea mantenerse en silencio ante la injusticia, es obligación de los cristianos actuar en Su nombre estando siempre interesados y preocupados por la injusticia que produce tanta pobreza y miseria entre los hombres, y mediante la acción y la denuncia (denuncia que tiene al fin y a la postre la doble finalidad de defender al inocente y transformar al culpable) hacer todo lo posible para que, por fin, reine la justicia en la Tierra.
Si existe algo que se opone nítidamente a la justicia y que por tanto hay que luchar para erradicar de este mundo es la pobreza, que no es otra cosa que la manifestación y el resultado de una insolidaria desigualdad en el reparto de las riquezas, donde nuestro sistema económico es culpable por tener grandes desequilibrios sociales. Por ello, moralmente, no se puede dar la espalda a la realidad de la pobreza ya que está en juego “la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos ha sido confiada por el Creador y de la que, rigurosa y responsablemente, son deudores los hombres y mujeres de cada coyuntura histórica” (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 47).
En la medida que actuemos todos de esta manera, practicando la justicia y el amor misericordioso, iremos haciendo que la sociedad sea más justa, fraternal y humana (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 14). La Iglesia y los cristianos debemos mirar a los pobres con la mirada de Dios, que se nos ha manifestado en Jesús, y tenemos que tratar de hacer nuestros sus mismos sentimientos y actuaciones respecto de ellos, por medio del servicio a los pobres, que es una manera evidente de hacer presente a Jesús (“a mí me los hicisteis” Mt 25, 40 ss). Por tanto, en el grito de todos los pobres, los creyentes descubrimos y reconocemos la presencia del Señor doliente.
Con este espíritu se debe salir al encuentro con el necesitado. Pero este encuentro no puede ser para la Iglesia y el cristiano una mera anécdota intrascendente, ya que en su reacción y en su actitud se define su ser y también su futuro. En esa coyuntura quedamos todos, individuos e instituciones, implicados y comprometidos de un modo decisivo. La Iglesia sabe que ese encuentro con los pobres tiene para ella un valor de justificación o de condena, según nos hayamos comprometido o inhibido ante los pobres. Los pobres son sacramento de Cristo. No olvidemos que, según Juan Pablo II, “la Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia” (Dives in misericordia, 13). Y, en ese profesar y proclamar la misericordia, se encuentra obviamente la solidaridad de compartir bienes económicos. Por tanto, el testimonio de la Iglesia ha de ser elocuente y significativo, como profecía en acción. Si en algún sitio se juega el ser y actuar de la Iglesia es precisamente en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento. La actuación, el mensaje y el ser de una Iglesia auténtica consisten en ser, aparecer y actuar como una Iglesia-misericordia; una Iglesia que siempre y en todo es, dice y ejercita el amor compasivo y misericordioso hacia el miserable y el perdido, para liberarle de su miseria y de su perdición. Por consiguiente, como Jesús, toda la comunidad cristiana debe estar al servicio del Reino, abandonando falsas seguridades. No es posible servir al Dios verdadero, que quiere la vida para todos, y vivir obsesionados con la seguridad de las riquezas. El que trata de “guardar la vida”, realizarse como persona, despreocupándose de los otros, oprimiéndoles, o siendo cómplice de la opresión, se deshumaniza (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 38). La misión de la Iglesia es ser la Iglesia de los pobres, en un doble sentido: en el de una Iglesia pobre, y una Iglesia para los pobres (Juan Pablo II, Dives in misericordia).
La Iglesia concibe la pobreza como una forma de vida modesta y sencilla, pero digna y honesta; que no busca acaparar riquezas para un mañana siempre incierto, sino que vive trabajando honestamente para vivir en el presente (Catecismo de la Iglesia Católica, nn 2544-2547). Para lograrlo, la pobreza evangélica debería ser la actitud ideal del cristiano ante los bienes materiales, viviendo con sencillez y sobriedad, compartiendo generosamente con los necesitados, no acumulando riquezas que acaparan el corazón, trabajando para el propio sustento y confiando en la providencia de Dios Padre. No está de más en este punto, recordar a San Ambrosio cuando decía: “Aquel que envió sin oro a los Apóstoles (Mt 10,9) fundó también la Iglesia sin oro. La Iglesia posee oro no para tenerlo guardado, sino para distribuirlo y socorrer a los necesitados. Pues ¿qué necesidad hay de reservar lo que, si se guarda, no es útil para nada? Acaso nos dirá el Señor: ¿Por qué habéis tolerado que tantos pobres murieran de hambre, cuando poseíais oro con el que procurar alimento?” (San Ambrosio, De officiis ministrorum II, XXVIII, 137 PL 16, 140). O recordar también que, cuando San Juan de Dios gritaba por las calles de Granada pidiendo para sus pobres, empleaba el siguiente eslogan: “Hermanos: haced bien a vosotros mismos”. Así que la pobreza evangélica ha de ser una vocación universal para todos los bautizados, pero sobre todo para los que asumen con un voto especial la pobreza de la vida consagrada.
Las palabras de Jesús son claras al insistir frecuentemente en su predicación sobre el grave peligro que para la salvación suponen las riquezas: más difícil que entrar un camello por el ojo de una aguja (Mt 19, 24). Por ello, no se puede servir a Dios y a las riquezas (Mt 6, 24). De este modo advirtió que los ricos tienen grave peligro de perderse, por orgullosos, injustos, y adoradores del dios-dinero. Jesús predica y vive conforme a su predicación. Como Hijo de Dios, Jesús vive abandonado y confiado en la providencia de su Padre, e impone la misma actitud a sus discípulos. No hay que vivir angustiados por el mañana, diciendo; “¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?”, “pues ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso (Mt 6, 31-32)”. La experiencia de todos los tiempos demuestra que las riquezas terminan por acaparar y esclavizar el corazón del hombre, convertido en un servidor dependiente del dios del dinero, al que sacrifica y se sacrifica constantemente. El Señor también supone que muchos obrarán a su favor sin saberlo expresamente: “¿Cuándo te vimos desnudo y te vestimos? Cuando lo hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 31-46)”. No olvidemos pues que nuestro destino eterno, estará condicionado por nuestra actitud afectiva y efectiva hacia los hombres más débiles y necesitados. Bien podríamos decir, por tanto, teniendo en cuenta la necesaria adaptación del mensaje cristiano a las condiciones sociales de cada tiempo y lugar, que la acción caritativa y social será la piedra de toque para los cristianos y la Iglesia de nuestro tiempo, para que el Señor pueda decirnos al fin de nuestra vida terrena y al final de los tiempos: Venid, benditos de mi Padre, porque estaba parado y me disteis trabajo; era inmigrante y me acogisteis; estaba hundido en la droga, el alcoholismo o el juego, y me tendisteis una mano para levantarme... Conmigo lo hicisteis (Mt 25, 31-46).
Por desgracia, la Iglesia con su actitud ha ayudado, a lo largo de los siglos, al desprestigio de la palabra caridad, alabando como muy caritativas a personas que daban como limosna unas migajas de lo mucho que, por otra parte, adquirían injustamente en sus empresas o negocios. Y puesto que cada domingo afirmamos que la actividad caritativo-social pertenece esencialmente a la constitución de la Iglesia, no logro comprender, por mucho que traten de explicármelo leyéndome una carta, en lugar de hacer la correspondiente homilía, cómo habiendo tanta penuria en el mundo (recordemos que ahora mismo una tremenda hambruna azota las tierras de Centroamérica donde cada día mueren un sinnúmero de niños) se pueda tratar de justificar, manifestando incluso que los inversores de Gescartera no son culpables sino víctimas (nadie discute eso), destinar el dinero a la especulación financiera en la Bolsa (se invierte lo que a uno le sobra) donde, también cabe recordar, cotizan muchas empresas que, precisamente en este primer mundo rico y lleno de desigualdades, no brillan por su ética (fabricantes de armamentos, multinacionales farmacéuticas que se niegan a ceder sus patentes al tercer mundo, empresas que despiden a sus trabajadores, no por no obtener beneficios, sino por querer más, etc.). El dinero que sobra (insisto que es el que se invierte), siempre será indispensable para el ejercicio de la caridad cristiana en forma de asistencia inmediata a los necesitados, con el fin de paliar o remediar una situación, que no admite espera, sino que necesita urgentemente del buen samaritano que se le acerque, le vende las heridas y le lleve a la posada. ¿Cómo podríamos concebir la vida de Jesús, viviendo en la abundancia mientras otros hombres estuvieran en la miseria? ¿No es una contradicción flagrante que nos llamemos Hijos de Dios si no nos sentimos hermanos de todos los hombres? ¿Y cómo podemos decir con verdad que somos hermanos de los hombres si nosotros acaparamos lo que nos es innecesario cuando a otros les falta hasta lo imprescindible para poder vivir?
Y si en la Iglesia falta la caridad, nuestras instituciones serán frías, sin alma, y nuestra acción caritativa y social carecerá de impulso, entusiasmo, entrega, constancia, paciencia, ternura y generosidad, tan necesarias siempre en este campo de la atención a la indigencia, la miseria y la marginación. Y puesto que según el Concilio Vaticano II “es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio” (Lumen Gentium, 4), es mi deber, como parte integrante de la Iglesia que soy, tratar de interpretar estos tiempos sorprendentes que corren donde el hombre pobre y excluido, el dolor y la miseria humana, las vivas y lacerantes heridas abiertas por la pobreza y la marginación social en el corazón de la libertad y la dignidad de tantos seres humanos están llenos de interrogantes, hacer que mis pulmones anhelen estallar gritando alto y claro, para que lo escuche el alto clero, y dejen de una vez por todas de justificar lo injustificable: la Bolsa o... la Vida Eterna.

Vaticano y Cristianismo

Madrid, 24 de febrero de 1999.

Confieso que, como el resto de los mortales, soy fruto de la casualidad a la hora de venir a este mundo. Nací en España, en este país eminentemente católico. Por tanto, me bautizaron en dicha fe y, como consecuencia directa, hoy soy cristia­no, católico, apostólico, romano y practicante; esto último al menos en lo referente a ir a misa; en el resto, es decir en el día a día, debo manifestar que, aunque lo intento, no es nada fácil puesto que, el cristianismo bien entendido, es una religión comprometida y, sobre todo, comprometedora. Lógicamente, ello afecta a mi idio­sincrasia; pero no reniego de mi religión ya que la figura de Jesús me apasiona, me arroba el espíritu. Bien, sigamos: como cualquier ser humano tengo derecho a opinar y, como miembro activo de la Iglesia, me considero capacitado para dar mi opinión sobre temas que a ella afectan, y recordando que el cristianismo debe tener carácter de denuncia profética, me considero con derecho denunciar, en este caso a criticar, de manera razonada y constructiva, la intercesión del Vaticano por Pinochet, aunque para ello haya alegado razones humanitarias ya que, cuando éste dio el golpe de estado, la Iglesia oficial (aclaro que por desgracia ésta no es la de la Comunión sino la de la jerarquía) no alzó su voz en defensa de los más elementales derechos huma­nos, al fin y a la postre razones humanitarias también.
El Papa, en su homilía del nuevo año dijo algo muy bello: el secreto de la auténtica paz pasa por el respeto de los Derechos Humanos. Pues bien, la citada declaración en su artículo VIII recoge el derecho que toda persona tiene a presentar recurso ante los tribunales cuando se violen sus derechos fundamentales. Por consi­guiente, si queremos continuar con el compromiso cristiano de luchar por un mundo mucho más justo y humanizado en lo social y político, debemos plantar la simiente que haga temblar a futuros tiranos. Esta semilla, ahora, está en nuestras manos y podemos sembrarla, desde una actitud coherente y responsable, haciendo que Pino­chet sea juzgado; o podemos malbaratar esta ocasión y ocultarla en el granero haciendo que, una vez más, todo quede en una esperanzada ilusión.
Jesús en su estancia en este mundo fue un hombre en continuo conflicto que tomó durante su vida la actitud de una resistencia esperanzada; fue lo que ahora llamaríamos un insumiso, un rebelde, un revolucionario. No creo, por tanto, que en esta oportunidad tomara partido por el poderoso y más, cuando éste ha sido un cruel dictador responsable de la muerte de cientos de personas inocentes. Es por esto por lo que la actitud del Vaticano me duele más si cabe; ahora y en otras ocasiones, como cuando entró a criticar la concesión al último Premio Nobel, José Saramago.
Lo peor sobre este tipo de pareceres es que algunos cristianos nos encontra­mos sin argumentos convincentes frente a quienes, sabiendo que profesamos nuestra fe, atacan a la Iglesia. Y no sólo eso. Me consta que, con actitudes de este porte, se abren fisuras en las almas más volubles que hacen tambalear sus creencias a la vez que surgen serías dudas sobre la autenticidad del mensaje de la Iglesia de los po­bres.
Sin ambages: el cristianismo tiene que hacer ver su fe y su compromiso con el débil.