sábado, 20 de junio de 2015

Pateras y desarrollo

Madrid, 7 de julio de 1998.

¿Qué hago aquí, Dios mío? El dinero que pedí prestado a mis vecinos para llegar hasta aquí, ¿lo podré devolver algún día? ¿Merecerá la pena o será una locu­ra?... Me siento como un pelele sin voluntad propia al que fueran a mantear. Es como si no tuviese capacidad de acción, simplemente me dejo llevar atrapado por los acontecimientos: asustado, metido en esta barca de mala muerte que rebosa con otros muchos que, como yo, van en busca de una oportunidad. En esta noche sin luna, plena de estrellas, puedo oler sus miedos. Puedo ver sus enormes ojos blancos exageradamente abiertos. Percibo el brillo del sudor que, en pequeñas gotas, perla sus frentes... Me doy cuenta de que mis manos están heladas pero sudorosas, de que, a pesar de no estar haciendo nada malo, comparto sus miedos y angustias: estamos en medio del agitado mar entrando en un país que no es el nuestro, entrando de forma ilegal en un país extraño... Es injusto. No comprendo por qué no podemos ir a donde queramos. Los ricos y poderosos sí pueden... En esta patera las olas, con sus crestas blancas sobre el oscuro telón de la noche, que en un barco de línea ni se dejarían sentir, dan terror. Me pregunto una vez más para qué tanto jaleo, por qué. Sí, ya sé: para dar un futuro mejor a mi prole, por dar una esperanza por la que vivir a mi familia que ahora siento tan desgarradoramente lejana. Mi familia... qué palabra tan evocadora de gratos momentos... Pero, ¿qué ocurre? ¿qué son esos focos? Aque­llos gritos remotos vienen de otras barcas como la nuestra. ¡Dios mío! ¿Qué hacéis? ¡No os lancéis al agua! ¡Quietos! ¡Vais a volcar el bote! ¡No sé nadar! Si me ocurre algo, ¿qué será de mis hijos anclados en la miseria y sin esperanza? ¡Qué alguien me ayude, esto se vuelca!...
No sé dónde estoy. Sólo puedo decir que una gran paz interior colma cada célula de mi cuerpo embriagándome con una serenidad infinita. Desde esta nueva percepción de las cosas, veo el mundo como lo que es: algo insignificante y sin las fronteras disgregadoras que dibujan los hombres. Ahora, que confirmo con total certeza que la razón estaba de mi parte, sé que si volviera a vivir, lo volvería a intentar.
Moraleja: lo único que puede ayudar a solventar estas muertes, de las que todos somos alícuotamente responsables, es un desarrollo justo, equilibrado y verda­dero, henchidor de anhelos y esperanzas en las zonas deprimidas del planeta. ¡0,7 %, ya!

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