Madrid, 18 de febrero de 1999
Existen ocasiones en las que uno se avergüenza de la humana condición: cuando el juez, atenazado por el miedo o movido por oscuros intereses, prevarica; cuando el policía, atraído por la tenue llamada de lo ajeno, resulta ser el delincuente; cuando el político, complacido por el olor del dinero fácil, se convierte en corrupto; cuando el militar, en un arrebato de patriotismo mal entendido, se torna en salvapatrias oprimiendo al pueblo al que se debe; cuando el gobernante sintiéndose llamado a mayores glorias, y aupado por el anterior, se convierte en cruel dictador; cuando el banquero, tentado por la riqueza desmedida, comete usura; cuando el empresario, educado con mentalidad neoliberal, no administra personas sino simples números, y se hace un frío y calculador explotador; cuando el religioso, en lugar de predicar la buena nueva, se transforma en inquisidor fundamentalista; cuando el médico olvida su juramento hipocrático y no atiende al inmigrante por falta de papeles...
Pero esta vergüenza se transmuta en una mezcolanza de estupor, indignación y rabia difícilmente contenida por ser parte de la humanidad cuando vemos que, precisamente aquél que debiera sanar nuestras pustulosas heridas, se torna en origen y pesadilla viviente de nuestros males o, lo que es lo mismo, cuando a las violaciones de mujeres inválidas perpetradas hace ya dos años por cascos azules de la ONU durante el desempeño de sus “misiones humanitarias de pacificación” amparados precisamente en la incapacidad de éstas para huir de sus garras, se añaden hoy las denuncias a altos diplomáticos del citado organismo por explotación rayana en la esclavitud a sus empleados del hogar y a los trabajadores en sus misiones diplomáticas (sueldos míseros en condiciones deplorables).
He meditado mucho sobre este asunto. Pero tras recordar las increíbles declaraciones de hace dos años en el sentido de que la ONU no tiene capacidad para hacer casi nada (ni siquiera nos pueden desvelar el país de procedencia de tan honesto ejército violador de mujeres desvalidas) y de que, en los casos actuales de esclavitud y abusos sexuales a sus asalariados, los altos imputados se niegan a cumplir las condenas e indemnizaciones dictadas, sólo se me ha ocurrido una respuesta coherente a todo este tenebroso asunto: por favor, díganme dónde me tengo que apuntar para presentar mi baja testimonial del género humano, en tanto que los culpables de estas atrocidades no sean sometidos a un juicio público y castigados como corresponde de manera efectiva, tal y como sucedió en Nuremberg con los responsables de crímenes contra la humanidad cometidos durante la Segunda Guerra Mundial.
Existen ocasiones en las que uno se avergüenza de la humana condición: cuando el juez, atenazado por el miedo o movido por oscuros intereses, prevarica; cuando el policía, atraído por la tenue llamada de lo ajeno, resulta ser el delincuente; cuando el político, complacido por el olor del dinero fácil, se convierte en corrupto; cuando el militar, en un arrebato de patriotismo mal entendido, se torna en salvapatrias oprimiendo al pueblo al que se debe; cuando el gobernante sintiéndose llamado a mayores glorias, y aupado por el anterior, se convierte en cruel dictador; cuando el banquero, tentado por la riqueza desmedida, comete usura; cuando el empresario, educado con mentalidad neoliberal, no administra personas sino simples números, y se hace un frío y calculador explotador; cuando el religioso, en lugar de predicar la buena nueva, se transforma en inquisidor fundamentalista; cuando el médico olvida su juramento hipocrático y no atiende al inmigrante por falta de papeles...
Pero esta vergüenza se transmuta en una mezcolanza de estupor, indignación y rabia difícilmente contenida por ser parte de la humanidad cuando vemos que, precisamente aquél que debiera sanar nuestras pustulosas heridas, se torna en origen y pesadilla viviente de nuestros males o, lo que es lo mismo, cuando a las violaciones de mujeres inválidas perpetradas hace ya dos años por cascos azules de la ONU durante el desempeño de sus “misiones humanitarias de pacificación” amparados precisamente en la incapacidad de éstas para huir de sus garras, se añaden hoy las denuncias a altos diplomáticos del citado organismo por explotación rayana en la esclavitud a sus empleados del hogar y a los trabajadores en sus misiones diplomáticas (sueldos míseros en condiciones deplorables).
He meditado mucho sobre este asunto. Pero tras recordar las increíbles declaraciones de hace dos años en el sentido de que la ONU no tiene capacidad para hacer casi nada (ni siquiera nos pueden desvelar el país de procedencia de tan honesto ejército violador de mujeres desvalidas) y de que, en los casos actuales de esclavitud y abusos sexuales a sus asalariados, los altos imputados se niegan a cumplir las condenas e indemnizaciones dictadas, sólo se me ha ocurrido una respuesta coherente a todo este tenebroso asunto: por favor, díganme dónde me tengo que apuntar para presentar mi baja testimonial del género humano, en tanto que los culpables de estas atrocidades no sean sometidos a un juicio público y castigados como corresponde de manera efectiva, tal y como sucedió en Nuremberg con los responsables de crímenes contra la humanidad cometidos durante la Segunda Guerra Mundial.
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