—Será mejor que te quedes esperando en la plaza, sentado a la sombrita —le dijo su mujer.
—Sí, no es mala idea.
Así pues, mientras su esposa se internaba en el supermercado de aquella apacible localidad costera para hacer la compra, Alfredo se dirigió al centro de la plazoleta donde un grupo de niños armaba infantil bulla con sus juegos. Se sentó junto a la fuente buscando la sombra de los árboles y el frescor que el agua le pudiera proporcionar, pues el día recién amanecido se presentaba, sin ninguna duda, caluroso.
El embriagador perfume de la flor de azahar, omnipresente en las localidades mediterráneas, impregnaba el ambiente. No se estaba mal allí y más teniendo en cuenta que sentía su cuerpo extraño y un tanto cansado, sin poder hallar para ello ninguna explicación plausible. Sin darse cuenta y a la vez que dejaba volar su imaginación, se quedó mirando el chorro que, mientras salía verticalmente de la fuente, dibujaba imposibles figuras en el aire. Ello fue haciendo que Alfredo se relajara lentamente mientras todos sus sentidos le fueron embargando poco a poco.
No sabría decir cuánto tiempo permaneció en esta suspensión temporal del alma pero, de repente, se dio cuenta de que, aparentemente, el chorro de la fuente y el agua de la misma se habían congelado. ¿Era eso posible en pleno verano? Miró a su alrededor para ver si las demás personas se habían percatado de este insólito hecho; pero vio, con estupefacción, como toda la gente que podía divisar, a su vez había suspendido su existencia. Es más, incluso unos pájaros que en aquel momento cruzaban el cielo de color azul intenso, se habían petrificado suspendidos en él sin caerse. El aire, las nubes, las ramas de los árboles, antes apaciblemente mecidas por el viento, se habían detenido como si quisieran hacer un paréntesis en su pasar por la vida. Todos y todo cuanto le rodeaba, menos él, se hallaba estancado en el tiempo. ¿Qué estaría ocurriendo?
Le parecía estar viviendo una alucinación. Se levantó y, en un gesto de sana curiosidad infantil, tocó el agua inmovilizada. Para mayor sorpresa, podía atravesarla, al fin y al cabo sólo era agua —pensó él—, pero sin mojarse, ni alterar su forma por más que lo intentó, aunque pudiera notar su frescor. En su mente se cruzaban atropelladamente miles de ideas. Súbitamente, algo le impulsó a salir corriendo hacia el supermercado para ver qué había sucedido con su mujer. Con tan sólo este objetivo, nítido y anclado en ese instante en su mente, cruzó la improvisada sala de aquel museo de cera al aire libre. Los coches, que en el momento de producirse el evento circulaban con normalidad por la calle, ahora, al estar detenidos, no representaban ningún peligro. Así que, sin pensárselo dos veces, eligió el camino más corto y cruzó por delante de un inmenso todoterreno.
—No le vi aparecer. Se lo juro. Un instante antes no estaba y un segundo después... Fue como si surgiera de la nada... No lo entiendo —fue todo lo que el atónito e incrédulo conductor del todoterreno pudo balbucir ante los agentes de la policía municipal cuando se dispusieron a tomarle declaración.
Mientras, la que desde hacía años y hasta aquel día había sido la esposa de Alfredo, lloraba sin consuelo al lado del cadáver de su marido cubierto con una manta.
—Sí, no es mala idea.
Así pues, mientras su esposa se internaba en el supermercado de aquella apacible localidad costera para hacer la compra, Alfredo se dirigió al centro de la plazoleta donde un grupo de niños armaba infantil bulla con sus juegos. Se sentó junto a la fuente buscando la sombra de los árboles y el frescor que el agua le pudiera proporcionar, pues el día recién amanecido se presentaba, sin ninguna duda, caluroso.
El embriagador perfume de la flor de azahar, omnipresente en las localidades mediterráneas, impregnaba el ambiente. No se estaba mal allí y más teniendo en cuenta que sentía su cuerpo extraño y un tanto cansado, sin poder hallar para ello ninguna explicación plausible. Sin darse cuenta y a la vez que dejaba volar su imaginación, se quedó mirando el chorro que, mientras salía verticalmente de la fuente, dibujaba imposibles figuras en el aire. Ello fue haciendo que Alfredo se relajara lentamente mientras todos sus sentidos le fueron embargando poco a poco.
No sabría decir cuánto tiempo permaneció en esta suspensión temporal del alma pero, de repente, se dio cuenta de que, aparentemente, el chorro de la fuente y el agua de la misma se habían congelado. ¿Era eso posible en pleno verano? Miró a su alrededor para ver si las demás personas se habían percatado de este insólito hecho; pero vio, con estupefacción, como toda la gente que podía divisar, a su vez había suspendido su existencia. Es más, incluso unos pájaros que en aquel momento cruzaban el cielo de color azul intenso, se habían petrificado suspendidos en él sin caerse. El aire, las nubes, las ramas de los árboles, antes apaciblemente mecidas por el viento, se habían detenido como si quisieran hacer un paréntesis en su pasar por la vida. Todos y todo cuanto le rodeaba, menos él, se hallaba estancado en el tiempo. ¿Qué estaría ocurriendo?
Le parecía estar viviendo una alucinación. Se levantó y, en un gesto de sana curiosidad infantil, tocó el agua inmovilizada. Para mayor sorpresa, podía atravesarla, al fin y al cabo sólo era agua —pensó él—, pero sin mojarse, ni alterar su forma por más que lo intentó, aunque pudiera notar su frescor. En su mente se cruzaban atropelladamente miles de ideas. Súbitamente, algo le impulsó a salir corriendo hacia el supermercado para ver qué había sucedido con su mujer. Con tan sólo este objetivo, nítido y anclado en ese instante en su mente, cruzó la improvisada sala de aquel museo de cera al aire libre. Los coches, que en el momento de producirse el evento circulaban con normalidad por la calle, ahora, al estar detenidos, no representaban ningún peligro. Así que, sin pensárselo dos veces, eligió el camino más corto y cruzó por delante de un inmenso todoterreno.
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—No le vi aparecer. Se lo juro. Un instante antes no estaba y un segundo después... Fue como si surgiera de la nada... No lo entiendo —fue todo lo que el atónito e incrédulo conductor del todoterreno pudo balbucir ante los agentes de la policía municipal cuando se dispusieron a tomarle declaración.
Mientras, la que desde hacía años y hasta aquel día había sido la esposa de Alfredo, lloraba sin consuelo al lado del cadáver de su marido cubierto con una manta.
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