Lo cierto es que cuando decidió seguir aquella ruta para descender de la montaña, no pensó que fuera tan difícil. Bien es verdad que sabía que no iba a ser fácil, pero ahora se encontraba allí frente a un desnivel que rompía, casi verticalmente, la ya de por sí pronunciada pendiente. La caída que se presentaba ante sus ojos era de unos cuatro metros, y daba paso, sin solución de continuidad, y precisamente éso era lo malo del asunto, a una pendiente con una inclinación de unos sesenta grados. Por tanto, si no calculaba muy bien sus movimientos y llegaba abajo con mucha inercia, lo más probable es que siguiera cayendo sin más remedio.
«¡Ánimo!, Teodoro —se dijo—, si pasas esto, el resto será pan comido.» Lo cual, tampoco era del todo cierto, pues existía otro cortado más. Había, pues, que pensar y medir todos los movimientos. Por suerte, esta ruta tenía, casi en todo su recorrido, una pared que formaba con ella un ángulo de unos noventa grados, con lo cual se podría ayudar mucho con sus brazos, empujando hacia los lados para contrarrestar, de alguna manera, la fuerza de la gravedad. Había que decidirse, el momento urgía, así que puso su mano derecha lo más abajo que pudo sobre una pequeña grieta de la pared. Con su mano izquierda hizo lo propio y con su mirada trató de buscar algún saliente, por pequeño que fuera, para colocar los pies. Hizo fuerza con sus brazos como queriendo separar las paredes que, en ángulo de noventa grados, se le ofrecían y, a la vez, relajó el cuerpo para que fuese cayendo poco a poco. Mientras, con lo pies buscaba algún saliente donde colocar sus zapatillas. Le dolían los brazos cansados y cargados después del esfuerzo del día. Las piernas hacía rato que habían comenzado a dar muestras de flaqueza. ¿Entonces por qué no parar y continuar en otro momento? No podía. Tenía que llegar cuanto antes al punto de extracción, único lugar donde podría encontrarse seguro.
Calculó que habría un metro desde sus zapatillas al fin del desnivel. Si se dejaba caer no era nada, salvo que la pendiente continuaba y casi no existía sitio para frenar el golpe. Buscó un lugar donde sujetarse en caso de fallar. Los brazos, debido a la tensión acumulada, empezaban a temblarle. Las pocas fuerzas que le restaban, comenzaban a dar serías muestras de abandono. No encontró lugar alguno donde poder aferrarse; pero estaba claro que debía lanzarse, puesto que no podía dar marcha atrás. Se dejó caer. Notó el golpe e intentó amortiguarlo todo lo posible para que su cuerpo no se moviera. Sus pies trastabillaron e irremediablemente comenzó a rodar por la pendiente tal y como había temido. Su cuerpo se fue golpeando según iba cayendo. Una peña de enormes aristas se alzaba ante él unos quince metros más abajo. A pesar de sus intentos por detenerse, su cuerpo iba ganando cada vez más velocidad. Sus manos, descarnadas ya, intentaban asirse a todo lo que podían cual zarpas de gato. De repente su cabeza golpeó brutalmente contra la peña... En ese isntante notó el suelo frío, su respiración agitada y el cuerpo bañado en sudor, su cabeza le dolía... y su cama, de la cual se había caído, permanecía a su derecha.
Al borde del precipicio |
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