lunes, 17 de agosto de 2015

¿La fe mueve montañas?

Don Julio, de ochenta y muchos años y párroco de Nuestra Señora Milagrosa y Piadosa de Madrid, hombre de fe donde los haya, estaba pasando por un estado de salud muy crítico. Es más, seguramente su fin estaba cercano y él lo sabía.
Por ese motivo llamó a su amigo José, obispo diocesano, para confesarse y estar en buena disposición de partir de este mundo.
Cuando llegó su amigo le reconoció que, por primera vez en su vida, tenía miedo a la muerte, a lo que habría tras ese umbral, si es que había algo y que, por tanto, su fe se tambaleaba, que tenía dudas.
—Pero hombre… ¡a estas alturas! —respondió Don José poniéndole todo el énfasis que pudo—, si usted sabe mejor que nadie que en la casa del Padre hay muchas moradas, y que allí cabemos todos. A cada uno se le dará según sus obras y usted ha sido un santo ayudando a la gente necesitada, estando con ellos día a día… por si fuese poco, jamás ha hecho mal a nadie sino todo lo contrario. Usted ha sido un reposo… un consuelo… un hombro sobre el que llorar. Usted ha seguido a Jesús toda su vida y Jesús es el camino para llegar allí. Esté tranquilo, no se turbe su corazón que tendrá su premio y, en la casa del Padre, estará feliz y encontrará el eterno descanso… Además, precisamente usted me ha confesado en más de una ocasión no entender a los creyentes, que viendo su final cercano se angustian, porque usted, llegado ese momento y pensando en el paraíso, en su merecido estar con Dios, desearía marcharse y dejar este valle de lágrimas para sentarse en la mesa con el Padre…
—No, si ya… si todo eso lo he dicho y lo sé; pero es que como en la casa de uno, en ningún sitio
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