Dejemos las cosas claras: salvo excepciones, nadie abandona su país, arriesgando su vida y dejando atrás toda su existencia si en la tierra que le tocó nacer encuentra oportunidades para poder vivir con un mínimo de dignidad. La gente que se marcha es víctima, y lo hace huyendo de múltiples formas de miseria: conflictos bélicos, hambrunas, pobreza, discriminación racial, persecución política, pandemias, futuro desolador… Por eso, los movimientos migratorios que se han producido a lo largo de los tiempos y que presenciamos a diario desde finales del pasado siglo, son imparables. No hay “efecto llamada” sino “efecto huida de la miseria”. Y sean cuáles sean las vergonzantes medidas disuasivas que implanten los gobiernos de cualquier rincón del mundo, no existe, ni existirá fuerza capaz de detener la tremenda acometida de la desesperación humana: para el que todo está perdido, no hay nada más que perder.
¿Qué se puede hacer? La solución es bien sencilla, pero nuestros gobernantes miran para otro lado para no perder votos en las urnas, y piensan que para ganarlos sólo tienen levantar infamantes hileras de alambradas con concertinas, erigir muros de ladrillo, establecer campamentos de refugiados (que no son más que un eufemismo de campos de concentración, donde mayores y niños malviven en unas condiciones deplorables) o enviar policías e incluso soldados para cerrar el paso a la angustia. Si no queremos que esta masa desesperada, que pone su vida en peligro para huir, llegue a nuestros territorios, logremos que no sienta deseo de partir de sus países de origen. ¿Cómo? La respuesta también es obvia: con dinero y actuado donde radica el problema. Exceptuando la muerte, no conozco nada que el dinero no solucione o palie. Y si se decide no poner ningún remedio ¿quiénes somos nosotros para impedir el libre movimiento de alguien que hace lo mismo que haríamos nosotros en idénticas circunstancias? ¿Por qué alguien que ve cómo su hijo se muere de hambre, mientras en el país vecino eso no ocurre, no puede cruzar la frontera? ¿Por qué alguien que ha nacido al otro lado de una raya imaginaria no tiene derecho a cruzarla? ¡Ah!, pero eso sí, si el que pretende cruzar tiene poder o mucho dinero, no hay problema.
¿Qué se puede hacer? La solución es bien sencilla, pero nuestros gobernantes miran para otro lado para no perder votos en las urnas, y piensan que para ganarlos sólo tienen levantar infamantes hileras de alambradas con concertinas, erigir muros de ladrillo, establecer campamentos de refugiados (que no son más que un eufemismo de campos de concentración, donde mayores y niños malviven en unas condiciones deplorables) o enviar policías e incluso soldados para cerrar el paso a la angustia. Si no queremos que esta masa desesperada, que pone su vida en peligro para huir, llegue a nuestros territorios, logremos que no sienta deseo de partir de sus países de origen. ¿Cómo? La respuesta también es obvia: con dinero y actuado donde radica el problema. Exceptuando la muerte, no conozco nada que el dinero no solucione o palie. Y si se decide no poner ningún remedio ¿quiénes somos nosotros para impedir el libre movimiento de alguien que hace lo mismo que haríamos nosotros en idénticas circunstancias? ¿Por qué alguien que ve cómo su hijo se muere de hambre, mientras en el país vecino eso no ocurre, no puede cruzar la frontera? ¿Por qué alguien que ha nacido al otro lado de una raya imaginaria no tiene derecho a cruzarla? ¡Ah!, pero eso sí, si el que pretende cruzar tiene poder o mucho dinero, no hay problema.
En esto llegan a cruzar los mares |
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