—¿Y para qué sirve la filosofía, profe?
El profesor, que se encontraba en aquel momento de espaldas al alumnado escribiendo en la pizarra un cuadro sinóptico con lo fundamental del pensamiento de Descartes, se quedó sorprendido por la pregunta que le formulaba todo un alumno de instituto de enseñanza secundaria.
Se volvió con parsimonia, respiró profundamente para oxigenarse el cerebro y recuperar el control sobre sí mismo tras la peregrina cuestión, mientras que a la vez trataba de hallar una respuesta contundentemente adecuada al perfil del público que tenía delante. Su ingenio, una vez más, no le defraudó y, casi al instante, continuó:
—Mire, joven, ¿cuántos de ustedes han probado el caviar alguna vez en su vida?
En un segundo —cómo iban a admitir todos aquellos adolescentes ante sus propios compañeros que jamás lo habían probado— la clase se llenó de manos alzadas con sus dedos apuntando al techo al mismo tiempo que las voces comentaban: ¡yo, una vez!
Cuando la tranquilidad regresó de nuevo al aula, el profesor añadió:
—Bien, pues yo he tenido la fortuna de probarlo algunas más: unas siete u ocho veces a lo largo de mi vida.
Y se dio la vuelta y prosiguió escribiendo en el encerado. Al poco, una voz a sus espaldas preguntó.
—Pero… ¿qué tiene que ver la filosofía con el caviar, don Juan?
De nuevo se giró con absoluta lentitud para añadir con irónica serenidad, tratando de que sus palabras calaran en lo más hondo de sus interlocutores, como lo hace la lluvia fina y pausada en la tierra sedienta.
—Pues que tanto el caviar como la filosofía, además de servir para marcar diferencias de tipo social y cultural, valen, sobre todo, para ser paladeados con sumo deleite.
El profesor, que se encontraba en aquel momento de espaldas al alumnado escribiendo en la pizarra un cuadro sinóptico con lo fundamental del pensamiento de Descartes, se quedó sorprendido por la pregunta que le formulaba todo un alumno de instituto de enseñanza secundaria.
Se volvió con parsimonia, respiró profundamente para oxigenarse el cerebro y recuperar el control sobre sí mismo tras la peregrina cuestión, mientras que a la vez trataba de hallar una respuesta contundentemente adecuada al perfil del público que tenía delante. Su ingenio, una vez más, no le defraudó y, casi al instante, continuó:
—Mire, joven, ¿cuántos de ustedes han probado el caviar alguna vez en su vida?
En un segundo —cómo iban a admitir todos aquellos adolescentes ante sus propios compañeros que jamás lo habían probado— la clase se llenó de manos alzadas con sus dedos apuntando al techo al mismo tiempo que las voces comentaban: ¡yo, una vez!
Cuando la tranquilidad regresó de nuevo al aula, el profesor añadió:
—Bien, pues yo he tenido la fortuna de probarlo algunas más: unas siete u ocho veces a lo largo de mi vida.
Y se dio la vuelta y prosiguió escribiendo en el encerado. Al poco, una voz a sus espaldas preguntó.
—Pero… ¿qué tiene que ver la filosofía con el caviar, don Juan?
De nuevo se giró con absoluta lentitud para añadir con irónica serenidad, tratando de que sus palabras calaran en lo más hondo de sus interlocutores, como lo hace la lluvia fina y pausada en la tierra sedienta.
—Pues que tanto el caviar como la filosofía, además de servir para marcar diferencias de tipo social y cultural, valen, sobre todo, para ser paladeados con sumo deleite.
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