24 de agosto de 1997
Como en esta vida el trato con los otros seres humanos es fundamental, y puesto que uno de los mejores modos de relacionarnos es mediante el uso del lenguaje (oral o escrito), se debe hablar y escribir de todo: de lo bueno y de lo malo, de lo divino y de lo humano.
Hoy trataré de algo tan natural como puede ser nacer; pero de lo que no nos gusta oír hablar: la muerte. O para ser exactos, de algo tan relacionado con ella, como es el enterramiento.
Pues bien, desde que el mundo es mundo, la madre naturaleza, juiciosa y sabia como nadie, ha dispuesto las cosas de tal modo que cuando un ser vivo muere, su materia pase a reintegrarse en el ciclo natural, convirtiéndose esa muerte en un eslabón más de la cadena alimentaria, es decir, de la cadena de la vida. Únicamente el ser humano, al comenzar a reflexionar sobre la existencia de un más allá después de la muerte, quebró tan sensata y sensacional regla de la naturaleza. Ello condujo a que en todos los pueblos y culturas de la antigüedad se fueran desarrollando variadas y complejas formas de rituales funerarios bien diferenciados entre sí.
Un extremo de este vasto abanico de ritos mortuorios podría verse representado por la eliminación total del cuerpo del difunto mediante la incineración, ritual en donde el cuerpo además de no servir de nutriente también contamina el aire y esquilma la naturaleza al usar combustible para su destrucción. El rito antagónico a éste sería la conservación por medio de la momificación, al postular algunas religiones una prolongación de la vida del cuerpo en el más allá. Y, simplificando, el que podríamos denominar como ritual intermedio, pudiera estar representado por las Torres del Silencio de los persas, sobre cuyas plataformas superiores se dejan los cuerpos para que sean devorados por los buitres y otras aves carroñeras. En este caso se concede más valor a la pervivencia del alma, mientras la envoltura corporal es considerada impura.
Como se ve, tan sólo con esta última actitud, en la que el cuerpo ya sin vida se ofrece de nutriente a las aves, así como en la de un enterramiento normal, en el que sirve para que se alimenten otros microorganismos, se está dando un valor añadido a nuestra existencia ya consumida al reintegrarla de algún modo al ciclo natural de la vida.
En lo que a mí atañe voy a referiros como desearía que fuera mi enterramiento, aunque sé que hoy por hoy, y teniendo en cuenta cómo se encuentran las leyes al respecto, pero sobre todo la forma en que el hombre ha roto la regla de oro de la naturaleza, se debe considerar que lo que sigue no es más que una bella utopía, que tal vez algún día, se pueda realizar:
Me gustaría ser enterrado directamente en la tierra, sin que mediase ningún objeto entre mi cuerpo y ésta, para que pudiera fundirse en último abrazo, perfectamente ceñida contra mis restos y así poder disfrutar y apreciar su frescor a través de mi piel, de tal suerte que me convirtiera en piedra mineral a la vez que mi cuerpo exánime sirviera de fertilizante al suelo del planeta que me vio nacer, me alimentó y me cobijó y de este modo tratar de devolverle un poco de lo mucho que, durante mi egoísta existencia, le esquilmé.
Me gustaría ser enterrado allá donde las vacas, ovejas, aves y demás animales del campo pudieran pisarme, y así sentir el bullicioso palpitar de la vida sobre mis huesos.
Me gustaría ser enterrado donde el rítmico percutir de la lluvia bañara pausadamente la tierra que se anime a cobijarme en este último viaje hasta empaparla, refrescando así mi maltrecho cuerpo.
Me gustaría ser enterrado allá donde la brisa gimiente y suspirante acaricie la hierba que cubra mi fosa, aprendiendo así, durante el paulatino transcurrir de los años, el arcano y taciturno lenguaje del viento.
Me gustaría ser enterrado donde los árboles en otoño dejaran caer lánguida y pausadamente sus marchitas hojas sobre mi tumba, abrigándome con su manta de cálidos tonos ocres y ayudándome de este modo a llevar la cuenta de las estaciones del año.
Me gustaría ser enterrado en la recogida intimidad de mis allegados, en lo más profundo del corazón de mis seres queridos, para que su amor me acompañe y proporcione la calidez necesaria en mi tránsito al más allá.
Me gustaría ser enterrado donde mi cuerpo sirva de nutriente a las plantas, y éstas a su vez a las bestias silvestres, integrándome así en el ciclo natural de la vida, que estos tiempos se han encargado de desterrar al olvido, y recoger de nuevo el testigo de muchos de nuestros antepasados que formaron parte de la cadena de la vida fertilizando el medio ambiente.
Me gustaría ser enterrado en la campiña, en la montaña, en un prado, en un bosque... en cualquier sitio agreste; pero jamás en un impersonal, frío, masificado y rentable cementerio, donde sólo los potentados sacarán beneficio con mi carroña.
Me gustaría ser enterrado para fundirme en una última caricia con la Naturaleza, como siempre se hizo hasta que nos ‘civilizamos’ y algún espabilado vio la oportunidad de sacar provecho, y las ‘leyes’ (que no la Justicia) le acompañó sospechosamente en sus sórdidos propósitos.
Me gustaría ser enterrado, por todo lo manifestado con anterioridad, donde yo hubiera dejado dicho y sin tener que pagar por ello, donde haciendo honor a la tumularia inscripción del requiéscat in pace me dejen descansar en verdadera paz, allí donde mis huesos reposen eternamente y no sean exhumados al cabo del tiempo por una simple cuestión crematística: dejar espacio a los nuevos fallecidos porque con ellos llega el dinero fresco que dará continuidad al rentable negocio; o ¿acaso no sería más natural que respetando la última voluntad de una persona, siempre que ésta no hubiera fallecido de enfermedad contagiosa, existiera en el certificado de defunción una casilla contemplando la posibilidad de la inhumación natural?
Claro que de este modo sólo sacaría provecho la madre naturaleza sin alimentar el bolsillo de los ricos.