sábado, 20 de junio de 2015

Financiación de partidos políticos

Madrid, 10 de septiembre de 1997

Tras el acuerdo alcanzado recientemente entre P.P. y P.S.O.E., para la inevi­table e inmediata aprobación de la ley de financiación de partidos políticos, median­te el que se acepta que éstos puedan recibir dinero procedente de empresas, deseo proponer públicamente que la letra de la misma recoja expresamente la obligatorie­dad de que cualquier partido acogido a este tipo de financiación, esté obligado a poner junto a sus siglas, la leyenda de ‘patrocinado por...’ y el nombre de todas las empresas colaboradoras con su proyecto.
De esta forma, y en aras del principio básico de transparencia política, todo quedará más claro para los electores que, al fin y al cabo serán quiénes paguen la factura, o ¿tal vez piensan que las empresas verán reducidos sus beneficios o que no recibirán nada a cambio?

Testamento ecológico

24 de agosto de 1997

Como en esta vida el trato con los otros seres humanos es fundamental, y puesto que uno de los mejores modos de relacionarnos es mediante el uso del lenguaje (oral o escrito), se debe hablar y escribir de todo: de lo bueno y de lo malo, de lo divino y de lo humano.
Hoy trataré de algo tan natural como puede ser nacer; pero de lo que no nos gusta oír hablar: la muerte. O para ser exactos, de algo tan relacionado con ella, como es el enterramiento.
Pues bien, desde que el mundo es mundo, la madre naturaleza, juiciosa y sabia como nadie, ha dispuesto las cosas de tal modo que cuando un ser vivo muere, su materia pase a reintegrarse en el ciclo natural, convirtiéndose esa muerte en un eslabón más de la cadena alimentaria, es decir, de la cadena de la vida. Únicamente el ser humano, al comenzar a reflexionar sobre la existencia de un más allá después de la muerte, quebró tan sensata y sensacional regla de la naturaleza. Ello condujo a que en todos los pueblos y culturas de la antigüedad se fueran desarrollando variadas y complejas formas de rituales funerarios bien diferenciados entre sí.
Un extremo de este vasto abanico de ritos mortuorios podría verse representado por la eliminación total del cuerpo del difunto mediante la incineración, ritual en donde el cuerpo además de no servir de nutriente también contamina el aire y esquilma la naturaleza al usar combustible para su destrucción. El rito antagónico a éste sería la conservación por medio de la momificación, al postular algunas religiones una prolongación de la vida del cuerpo en el más allá. Y, simplificando, el que podríamos denominar como ritual intermedio, pudiera estar representado por las Torres del Silencio de los persas, sobre cuyas plataformas superiores se dejan los cuerpos para que sean devorados por los buitres y otras aves carroñeras. En este caso se concede más valor a la pervivencia del alma, mientras la envoltura corporal es considerada impura.
Como se ve, tan sólo  con esta última actitud, en la que el cuerpo ya sin vida se ofrece de nutriente a las aves, así como en la de un enterramiento normal, en el que sirve para que se alimenten otros microorganismos, se está dando un valor añadido a nuestra existencia ya consumida al reintegrarla de algún modo al ciclo natural de la vida.
En lo que a mí atañe voy a referiros como desearía que fuera mi enterramiento, aunque sé que hoy por hoy, y teniendo en cuenta cómo se encuentran las leyes al respecto, pero sobre todo la forma en que el hombre ha roto la regla de oro de la naturaleza, se debe considerar que lo que sigue no es más que una bella utopía, que tal vez algún día, se pueda realizar:
Me gustaría ser enterrado directamente en la tierra, sin que mediase ningún objeto entre mi cuerpo y ésta, para que pudiera fundirse en último abrazo, perfectamente ceñida contra mis restos y así poder disfrutar y apreciar su frescor a través de mi piel, de tal suerte que me convirtiera en piedra mineral a la vez que mi cuerpo exánime sirviera de fertilizante al suelo del planeta que me vio nacer, me alimentó y me cobijó y de este modo tratar de devolverle un poco de lo mucho que, durante mi egoísta existencia, le esquilmé.
Me gustaría ser enterrado allá donde las vacas, ovejas, aves y demás animales del campo pudieran pisarme, y así sentir el bullicioso palpitar de la vida sobre mis huesos.
Me gustaría ser enterrado donde el rítmico percutir de la lluvia bañara pausadamente la tierra que se anime a cobijarme en este último viaje hasta empaparla, refrescando así mi maltrecho cuerpo.
Me gustaría ser enterrado allá donde la brisa gimiente y suspirante acaricie la hierba que cubra mi fosa, aprendiendo así, durante el paulatino transcurrir de los años, el arcano y taciturno lenguaje del viento.
Me gustaría ser enterrado donde los árboles en otoño dejaran caer lánguida y pausadamente sus marchitas hojas sobre mi tumba, abrigándome con su manta de cálidos tonos ocres y ayudándome de este modo a llevar la cuenta de las estaciones del año.
Me gustaría ser enterrado en la recogida intimidad de mis allegados, en lo más profundo del corazón de mis seres queridos, para que su amor me acompañe y proporcione la calidez necesaria en mi tránsito al más allá.
Me gustaría ser enterrado donde mi cuerpo sirva de nutriente a las plantas, y éstas a su vez a las bestias silvestres, integrándome así en el ciclo natural de la vida, que estos tiempos se han encargado de desterrar al olvido, y recoger de nuevo el testigo de muchos de nuestros antepasados que formaron parte de la cadena de la vida fertilizando el medio ambiente.
Me gustaría ser enterrado en la campiña, en la montaña, en un prado, en un bosque... en cualquier sitio agreste; pero jamás en un impersonal, frío, masificado y rentable cementerio, donde sólo los potentados sacarán beneficio con mi carroña.
Me gustaría ser enterrado para fundirme en una última caricia con la Naturaleza, como siempre se hizo hasta que nos ‘civilizamos’ y algún espabilado vio la oportunidad de sacar provecho, y las ‘leyes’ (que no la Justicia) le acompañó sospechosamente en sus sórdidos propósitos.
Me gustaría ser enterrado, por todo lo manifestado con anterioridad, donde yo hubiera dejado dicho y sin tener que pagar por ello, donde haciendo honor a la tumularia inscripción del requiéscat in pace me dejen descansar en verdadera paz, allí donde mis huesos reposen eternamente y no sean exhumados al cabo del tiempo por una simple cuestión crematística: dejar espacio a los nuevos fallecidos porque con ellos llega el dinero fresco que dará continuidad al rentable negocio; o ¿acaso no sería más natural que respetando la última voluntad de una persona, siempre que ésta no hubiera fallecido de enfermedad contagiosa, existiera en el certificado de defunción una casilla contemplando la posibilidad de la inhumación natural?
Claro que de este modo sólo sacaría provecho la madre naturaleza sin alimentar el bolsillo de los ricos.

Ética y beneficio empresarial

14 de agosto de 1997.

Cuando compramos tal producto o contratamos tal servicio, confiamos que el precio pagado se halle dentro de límites mínimamente razonables. Pues bien, parece que no siempre es así a juzgar por las noticias que continuamente asaltan las secciones de economía de los medios de comunicación, en las que se puede advertir claramente cómo determinadas empresas declaran, año tras año, cifras de beneficios que sobrepasan ampliamente el escándalo en un mundo que tiene hambre.
Y es, precisamente, a tenor de estos beneficios astronómicos de donde se deduce haber estado pagando más de lo éticamente justo.
Ahora bien, si no ha sido el abuso premeditado lo que ha primado en estas empresas cuando sus flamantes consejos de administración aprobaron sus ambicio­sos presupuestos, que nos aclaren cómo han conseguido esos abultados rendimien­tos. De lo contrario sus clientes, y también sus empleados con sueldos netamente inferiores a los que deberían haber sido, nos sentiremos alevosamente engañados.

¿Vida inteligente?


Madrid, 16 de julio de 1997

El ojo electrónico mostraba claramente un objeto, al parecer de metal, que, asomando entre el fino polvo rojizo, brillaba a la luz del remoto sol clavado en lo alto del cielo asalmonado. Los sabios, congregados ante las pantallas del potente ordenador del JPL de Pasadena, se quedaron mudos. Sobrepuestos a la impresión, dieron órdenes para que el pequeño vehículo teledirigido se acercara al intrigante objeto. Los minutos transcurridos hasta que éstas se cumplieron, pasaron con exas­perante lentitud. La tensión de ser los protagonistas de lo que podía ser un descubri­miento histórico sin igual, quedaba perfectamente reflejada en los rostros ansiosos del equipo científico de guardia. La imagen que entonces se plasmó en los monitores después de viajar a través de cientos de millones de kilómetros de oscuro y frío vacío, era tan nítida que, aun dejando lugar al ­asombro, no dejaba lugar a la duda: se podía afirmar que en el pasado Marte había sido hollado por algún tipo de vida inteligente al encontrar sobre su yerta y helada superficie uno de los objetos que probablemente hicieron de él un planeta desolado: una bomba nuclear sin estallar.

Mascotas virtuales

Madrid, 25 de mayo de 1997.

Cataléptico me ha dejado la noticia de que el primer ministro japonés soportó dos horas de cola para adquirir un juguete que, siendo en apariencia un llavero normal, esconde dentro una mascota virtual (pollo en el caso de Japón, perro en el caso de España) con idénticas necesidades que el animal de verdad, sólo que éste vive en una minúscula pantalla y reclama a su dueño comida, horas de sueño, aten­ciones, limpieza y visitas periódicas al veterinario.
Parece que en Japón, avanzadilla del mercado juguetero universal, se han vendido 14 millones de unidades en 6 meses, provocando con ello el colapso pro­ductivo en las fábricas de algunos fabricantes de chips y logrando alcanzar en el mercado negro, ante esta súbita escasez del milagroso producto, el desproporciona­do e increíble precio de 100.000 pesetas.
Dice uno de los representantes de la empresa española que los comercializará que este juguete ‘introduce en el niño el concepto de responsabilidad porque si no interactúa con el cachorro, éste se muere’, para añadir a continuación que ‘a mí ya se me han muerto varios porque no tengo tiempo de atenderlos’.
Confiemos que los niños se hagan verdaderamente responsables con este invento si no, mucho me temo que el día de mañana, los infantes que hayan sido educados en la responsable obligación de tener que cuidar un animal con esta invención, lleven a sus progenitores a un asilo y, para aliviar su mala conciencia, se compren un llavero donde la mascota virtual haya sido sustituida por unos ancianos padres a los que poder dar todo su cibernético cariño.

Justicia in memoriam

Madrid, 9 de abril de 1997.

Dicen los próceres de la patria, puede que para no verse violentamente apea­dos de sus puestos, que el fin jamás podrá justificar los medios.
Por tanto, aunque sea cierto que la diaria realidad de millones de personas en el Perú sea la extrema pobreza, que las condiciones de vida de los presos en las cárceles peruanas no alcancen ni los mínimos más elementales y que, como ya sabíamos y hemos tenido oportunidad de recordar tras el injustificable y execrable asalto a la Embajada japonesa, las libertades y la justicia social están reñidas con el presidente del Perú (de nuevo la sombra de la duda, aunque esta vez más alarga­da, se abate sobre Alberto Fujimori y más aun al haberse dejado fotografiar junto al cadáver del comandante Evaristo como si fuese un trofeo cinegético y saberse que varios guerrilleros recibieron como única respuesta un tiro a quemarropa cuando trataban de rendirse), no es menos cierto que el comando del M.R.T.A. mantenía secuestradas a cerca de un centenar de personas.
Se deduce por tanto que, aunque los revolucionarios lucharan por causas justas y nobles, no deberían haberlo hecho, para cumplir con el axioma, empleando la fuerza (fuerza que, en este caso, se limitó a mantener retenidas contra su voluntad a varias decenas de personas). Pero, para cumplir con lo que los gobernantes nos exigen, y con el propósito de medirnos todos con el mismo rasero, no comprendo por qué desde las cancillerías de aquellos países que dicen defender los valores de la democracia, se han enviado comunicados de felicitación a pesar del trágico desen­lace de unos hechos que, lejos de ser loables, y para ser escrupulosos con la máxima del fin y los medios, son, cuando menos, merecedores de la apertura urgente de una comisión de investigación internacional e imparcial, que aclare todo lo acaecido durante la liberación de la Embajada. Y, si la misma desvela que en el transcurso de la operación se violaron las más elementales normas éticas aplicables en este tipo de actuaciones (Convención de Ginebra, Derechos Humanos, etc., etc.), reclamar, para mantener la coherencia política, el castigo de los artífices de su creación y de los responsables de su ejecución; aunque éstos sean cargos que pertenezcan a las más altas instancias de aquel país.
Es justicia que nuestra conciencia nos demanda para poder enterrar a los muertos en paz.

Acuerdo Patronal / Sindicatos

Madrid, 9 de marzo de 1997.

Asistí durante la transición a las manifestaciones que cada 1º de mayo convo­caron los sindicatos. Ciertamente uno se sentía bien porque veía en los agentes sociales un objetivo claro de mejorar las condiciones de los asalariados ­--recorde­mos los Pactos de la Moncloa­-- y aquello se palpaba en el ambiente. Más tarde, en el 81, Gobierno y sindicatos alarmados por el aumento del paro, firmaron un acuer­do (Acuer­do Nacional de Empleo) para contener la escalada del mismo. Resultado: el paro continuó creciendo y el escepticismo comenzó a mellar el ánimo de los trabajadores. Después, cuando el 84 estaba a punto de concluir, se firmó el Acuer­do Económico y Social para la generación de empleo, que se tradujo en un frenazo evidente en las aspiraciones de las futuras negociaciones colectivas. Resultado: el paro no para y la desconfianza se generaliza. En el 85, con la reforma de las pensio­nes, trabajadores que con el antiguo sistema la hubiesen cobrado al llegar a la edad legal de jubilación, se ven obligados a retrasar su retiro y, gracias a la nueva modali­dad de cómputo, ven rebajada sustancialmente la cuantía inicial de la misma. Resul­tado: se organiza la primera huelga general de la España democrática convocada por uno solo de los sindicatos; los trabajadores aumentan su recelo. Más tarde se firma el Estatuto de los Trabajadores, bautizado irónica y certeramente por algunos como Estatuto contra los Trabajadores, con una evidente vuelta de tuerca y, por si no fuera suficiente, al poco llega una reforma del mismo con el consiguiente retroceso. Resultado: el paro se desmadra, la precariedad se institucionaliza y los trabajadores no sabemos ya qué pensar. Hoy, en el 97, encallecido a fuerza de muchas desilusio­nes por el estilo, con más años y una huelga general más, y en torno a los acuerdos alcanzados entre patronal y sindicatos, me gustaría que los representantes sindicales con tan brillante historial me respondieran unas cuestiones:
¿Piensan ustedes que por abaratar el coste del despido la patronal con­tratará a más trabajadores de los que ahora necesita? (porque no me negarán us­tedes que los empresarios contratan siempre y en cada momento cuanto necesitan, nada más) ­¿Acaso un sindicalista no es alguien que defiende los intereses de los asalariados y lucha por mejorar las condiciones en que éstos trabajan?
Comprendo que para defender esos intereses y lograr las mejoras deban, en primera instancia, negociar; pero ir hacia atrás es, además de claudicar, carecer de toda ética para con las generaciones venideras y faltar a un compromiso implícito adquirido con aquellos trabajadores con conciencia de clase de todo el mundo y de todas las épocas que, a fuerza de arriesgar la vida --­y en algunos casos perderla--­, conquistaron las mejoras que hoy disfrutamos. Por ello, ustedes deberían, en la peor de las negociaciones, haberse mantenido donde estaban, sin avanzar, ¡qué le vamos a hacer! Circunstancias mandan; pero ir hacia atrás de la forma que lo han hecho, jamás.
Me entristece, precisamente por esa falta de consideración con las generacio­nes pretéritas y futuras, ver cómo y con qué alegría han firmado ustedes un acuerdo con la patronal que no logra más que retroceder en las conquistas obreras, que además no son de su patrimonio, unos cuantos lustros y, para mayor bufa, nos lo venden como un gran avance.
Señores: con su pan se lo coman. Son ustedes quiénes tendrán que responder a las generaciones futuras por hacer más rico al poderoso y más grande la injusticia social.