Han pasado 45 años de la muerte del dictador |
En el caudaloso torbellino del tiempo, y fruto de mis recuerdos de aquellos días, rememoro la mañana siguiente a aquel jueves de hace 45 años. Suspendidas las clases, marchábamos un amigo y yo en moto, sin casco y melenas al viento, a dar unas patadas al balón junto a otros colegas en la madrileña Casa de Campo. El silencio de las calles solo era roto por el escape de mi Bultaco. Al bajar por el Paseo de Camoens del Parque del Oeste, una pareja de la guardia civil –tricornio, capote y máuser al hombro– nos dio el alto. «Chavales, ¿no sabéis quién ha muerto?» interpeló uno de ellos. Pese a nuestra juventud, no éramos inconscientes de la trascendencia histórica del momento que vivíamos, y aunque había miedo y esperanza a la par por lo que el futuro pudiera deparar, no contemplábamos guardar ningún respeto por quien fue pelotón de ejecución de las libertades y ahogó en las tinieblas del totalitarismo el progreso de España. Enmudecimos y nos alarmamos por la que nos podía caer encima. Tras unos incómodos segundos de silencio que nos parecieron eternos, prosiguió: «El Generalísimo, así que respeto y circulad despacio». Eso hicimos… hasta perderlos de vista.
Nos quedó claro que Ejército y cuerpos de seguridad del Estado hubieran deseado que, en señal de luto, los españoles permaneciésemos recogidos orando y llorando a tan criminal y vil dictador.
Se quedaron con las ganas.
Nos quedó claro que Ejército y cuerpos de seguridad del Estado hubieran deseado que, en señal de luto, los españoles permaneciésemos recogidos orando y llorando a tan criminal y vil dictador.
Se quedaron con las ganas.
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