Nuestras mascarillas, de tanto usarse y usarse mal, tienen agujeros de polilla |
A pesar de la obligatoriedad de usar mascarilla por la calle si no es posible mantener la distancia de seguridad –algo habitual en las grandes urbes–, muchos la incumplen. Y los que la llevan, la portan en el codo cual pequeño bolso, sobre la cabeza cual gorrete de payaso, en la garganta cual bufanda, solo en la boca cual mordaza, en la frente cual cuerno de unicornio, en la barbilla cual barba blanca, en la oreja cual gran pendiente, en la nariz cual gran apéndice, sobre el pecho a modo de babero y, los menos, hasta la utilizan adecuadamente cubriéndose boca y nariz.
Pero, incluso dentro de esa enorme variedad de acarreos, hay algo que las conecta: llevan a sus espaldas más horas extras que Papá Noel en navidades. Lógico, ¿por qué quién está sobrado de dinero para andar cambiando de mascarilla cada cuatro u ocho horas?
Y aunque los más hacendosos las pulvericen con aerosoles de alcohol, la inmensa mayoría se las quita, las cuelga y… hasta el día siguiente. ¿Podría, este uso mucho más allá del límite fijado y en partes del cuerpo inadecuadas, hacer que el virus se propague con mayor facilidad?
Pero, incluso dentro de esa enorme variedad de acarreos, hay algo que las conecta: llevan a sus espaldas más horas extras que Papá Noel en navidades. Lógico, ¿por qué quién está sobrado de dinero para andar cambiando de mascarilla cada cuatro u ocho horas?
Y aunque los más hacendosos las pulvericen con aerosoles de alcohol, la inmensa mayoría se las quita, las cuelga y… hasta el día siguiente. ¿Podría, este uso mucho más allá del límite fijado y en partes del cuerpo inadecuadas, hacer que el virus se propague con mayor facilidad?