martes, 4 de agosto de 2015
Niña bonita
Mi niña bonita,
mi niña de pelo negro,
mi niña de dulces líneas.
Déjame que te quiera,
déjame que te tenga.
viernes, 31 de julio de 2015
Economía perversa
Sí, perversa, porque perverso es tener que crecer al menos un 2 % anual para que un país no entre en recesión. Y a veces ni eso ya que, en países como China, aún creciendo un 3 % anual, y según los entendidos, implicaría estar en recesión. Este crecimiento es insostenible para el planeta y, por tanto, para los seres vivos que lo habitamos.
Parece que políticos, millonarios y economistas, a pesar de las señales corroboradas por miles de científicos sobre la realidad del cambio climático, siguen su inveterada costumbre de pensar a corto plazo y mirarse el ombligo para maquinar cómo mantenerse en sus sillones y ganar más dinero, olvidándose del mañana y de la tierra que heredarán nuestros nietos. Desde la Revolución Industrial, con el uso y explotación de los combustibles fósiles, ha sido así: por donde hemos ido pasando, hemos ido dejando nuestra sucia huella, invadiendo y contaminando, con absoluto desprecio y total negligencia, los ambientes naturales, reduciendo sus hábitats a zonas cada vez más pequeñas y, a no ser que esta tendencia se invierta, gran parte de la vida animal y vegetal se encontrará en breve al borde de la extinción, si no lo está ya.
Por si no bastara, la población, el motor que tira de la economía consumista para enriquecer a unos pocos, continúa aumentando a un ritmo endiablado y así resulta imposible lograr una economía sostenible. En el año 1000 de nuestra era se estima que habitábamos esta pequeña y delicada roca viajera del espacio 310 millones de personas. En 1900 pasamos a superar el quíntuple de esa cantidad con 1.650 millones de individuos. En 1965 doblamos ampliamente la cifra pasando a 3.335 millones de habitantes. En este año, 2015, la hemos duplicado con creces al pasar a ser más 7.376 millones de seres humanos. Una locura que continuará: según algunas estimaciones de la ONU, la población mundial en 2100 podría superar el doble de la actual y llegar a los 15.800 millones de personas, aunque también existen otras estimaciones a la baja, ¿será cierto después de tanto crecimiento exponencial? Veremos.
Piensen, cada uno de ustedes, en los desperdicios que producen en un sólo día su vida: el agua que utilizan y que ensucian con detergentes y jabones, la energía que consumen, los alimentos que comen, las ropas que visten y el calzado que usan, los libros o revistas que compran, lo que polucionan sus vehículos privados, los recursos que consumen para su ocio, los residuos que desechan sus cuerpos, la basura que generan y, si fuman, el CO2 que expulsan y el aire que, de paso, contaminan. ¡Ah, el tabaco! Esa es otra. Cada año se arrojan al suelo 4,5 billones de colillas con sus correspondientes filtros, hechos de un material no biodegradable que tarda 25 años en descomponerse. Cada una de estas colillas, además de nicotina y alquitrán, contiene sustancias tóxicas que pueden contaminar hasta 50 litros de agua, es decir, un paquete de cigarrillos tiene potencial suficiente para envenenar unos 1.000 litros de agua. Ahora extrapole y medite qué sucedería si cada ser humano, de los 7.376 millones que somos, hiciera lo mismo que usted todos y cada uno de los días de su vida. ¿Cuánto tiempo soportaría el planeta ese grado de depredación masiva?
La realidad es que casi nadie está dispuesto a consumir responsablemente. Decimos que sí, pero no. Somos incapaces de prescindir de nuestros coches, nuestros cigarrillos, nuestras superfluas y pequeñas comodidades… No salen adelante leyes para cambiar las cosas porque nuestros políticos no se atreven a enfrentarse a los lobbies industriales, financieros o económicos ni, mucho menos, a las urnas ante el temor de un castigo por decidirse a invertir esta tendencia suicida y prohibir los combustibles fósiles y cuanto sea menester para satisfacer de manera responsable nuestras necesidades sin comprometer la calidad de vida de las futuras generaciones, respetando siempre el medio ambiente. Sin duda, adoptar estas sensatas medidas tendría un coste económico elevado, aunque, de cara al futuro se abrirían nuevas oportunidades en nuevos negocios para un desarrollo responsable con la consiguiente creación de nuevos puestos de trabajo. De momento, para financiar este paso audaz, y que no lo paguemos los de siempre, habría que conseguir que los ricos y las grandes empresas pagaran impuestos como lo hacemos el resto de los mortales, y no la pequeña carga impositiva testimonial que soportan en la actualidad.
¡Perverso y de locos!
Aglomeración urbana. Panamá de noche |
Por si no bastara, la población, el motor que tira de la economía consumista para enriquecer a unos pocos, continúa aumentando a un ritmo endiablado y así resulta imposible lograr una economía sostenible. En el año 1000 de nuestra era se estima que habitábamos esta pequeña y delicada roca viajera del espacio 310 millones de personas. En 1900 pasamos a superar el quíntuple de esa cantidad con 1.650 millones de individuos. En 1965 doblamos ampliamente la cifra pasando a 3.335 millones de habitantes. En este año, 2015, la hemos duplicado con creces al pasar a ser más 7.376 millones de seres humanos. Una locura que continuará: según algunas estimaciones de la ONU, la población mundial en 2100 podría superar el doble de la actual y llegar a los 15.800 millones de personas, aunque también existen otras estimaciones a la baja, ¿será cierto después de tanto crecimiento exponencial? Veremos.
Piensen, cada uno de ustedes, en los desperdicios que producen en un sólo día su vida: el agua que utilizan y que ensucian con detergentes y jabones, la energía que consumen, los alimentos que comen, las ropas que visten y el calzado que usan, los libros o revistas que compran, lo que polucionan sus vehículos privados, los recursos que consumen para su ocio, los residuos que desechan sus cuerpos, la basura que generan y, si fuman, el CO2 que expulsan y el aire que, de paso, contaminan. ¡Ah, el tabaco! Esa es otra. Cada año se arrojan al suelo 4,5 billones de colillas con sus correspondientes filtros, hechos de un material no biodegradable que tarda 25 años en descomponerse. Cada una de estas colillas, además de nicotina y alquitrán, contiene sustancias tóxicas que pueden contaminar hasta 50 litros de agua, es decir, un paquete de cigarrillos tiene potencial suficiente para envenenar unos 1.000 litros de agua. Ahora extrapole y medite qué sucedería si cada ser humano, de los 7.376 millones que somos, hiciera lo mismo que usted todos y cada uno de los días de su vida. ¿Cuánto tiempo soportaría el planeta ese grado de depredación masiva?
La realidad es que casi nadie está dispuesto a consumir responsablemente. Decimos que sí, pero no. Somos incapaces de prescindir de nuestros coches, nuestros cigarrillos, nuestras superfluas y pequeñas comodidades… No salen adelante leyes para cambiar las cosas porque nuestros políticos no se atreven a enfrentarse a los lobbies industriales, financieros o económicos ni, mucho menos, a las urnas ante el temor de un castigo por decidirse a invertir esta tendencia suicida y prohibir los combustibles fósiles y cuanto sea menester para satisfacer de manera responsable nuestras necesidades sin comprometer la calidad de vida de las futuras generaciones, respetando siempre el medio ambiente. Sin duda, adoptar estas sensatas medidas tendría un coste económico elevado, aunque, de cara al futuro se abrirían nuevas oportunidades en nuevos negocios para un desarrollo responsable con la consiguiente creación de nuevos puestos de trabajo. De momento, para financiar este paso audaz, y que no lo paguemos los de siempre, habría que conseguir que los ricos y las grandes empresas pagaran impuestos como lo hacemos el resto de los mortales, y no la pequeña carga impositiva testimonial que soportan en la actualidad.
De todos modos siempre podremos continuar con los ojos cerrados haciendo de La Tierra un planeta muy enfermo con el único objetivo de sostener esta alocada economía que sólo aporta el enriquecimiento de unos pocos y el
mantenimiento en el poder de unos políticos, en su mayoría, ineptos y cobardes.
¿Cuál será nuestro legado a nuestros descendientes? ¿Qué dirán de nosotros el día de mañana, si es que llega a existir un mañana para la raza humana?¡Perverso y de locos!
lunes, 27 de julio de 2015
El futuro hace tiempo que llegó
Cuando era niño, allá por los sesenta, se decía que en el año 2000, entonces paradigma del futuro, tendríamos mucho tiempo de ocio porque las máquinas, los “cerebros electrónicos” y los robots harían gran parte de nuestro trabajo. La idea que yo me hacía de ese prometedor futuro pasaba por mantener salarios y disminuir las horas de trabajo conforme se fuera incorporando esa trepidante maquinaria a las fábricas, los tajos o los despachos. De esta forma tan sencilla se mantendría el poder adquisitivo y a los trabajadores ocupados, necesarios en su conjunto para que la economía funcione. El tiempo de ocio lo dedicaríamos a nuestros pasatiempos y a la familia. La sociedad, en general, sería más rica, feliz y satisfecha.
Si bien es cierto que el año 2000 hace tiempo que pasó, no lo es menos que esa esperanza quedó truncada: existen ejércitos de parados y trabajadores precarios en todos los países porque el trabajo está fatal y difícilmente se encuentra y si se encuentra es precario y mal pagado. La realidad actual es ésta, y no porque los sueños de una informática avanzada, los robots o una sofisticada maquinaria no se hayan cumplido, sino porque la ambición del capitalismo neoliberal es ilimitada: no ha querido mejorar la sociedad distribuyendo la riqueza, sino obtener beneficios desmedidos por encima de todas las cosas, de tal modo que las personas han perdido sus empleos mientras han visto, en muchos casos, como sus puestos han sido ocupados por versátiles y rutilantes máquinas. Ellos sabrán, llegará un día en que nadie pueda consumir.
Si bien es cierto que el año 2000 hace tiempo que pasó, no lo es menos que esa esperanza quedó truncada: existen ejércitos de parados y trabajadores precarios en todos los países porque el trabajo está fatal y difícilmente se encuentra y si se encuentra es precario y mal pagado. La realidad actual es ésta, y no porque los sueños de una informática avanzada, los robots o una sofisticada maquinaria no se hayan cumplido, sino porque la ambición del capitalismo neoliberal es ilimitada: no ha querido mejorar la sociedad distribuyendo la riqueza, sino obtener beneficios desmedidos por encima de todas las cosas, de tal modo que las personas han perdido sus empleos mientras han visto, en muchos casos, como sus puestos han sido ocupados por versátiles y rutilantes máquinas. Ellos sabrán, llegará un día en que nadie pueda consumir.
Seamos realistas, pidamos lo imposible |
Visto lo visto tendremos que ponerle remedio. Como en la pintada parisina de Mayo del 68 habrá que ser realista y pedir lo imposible, y dado que el capitalismo es codicioso, lo que hay que hacer es sencillo: ponerle coto y que las máquinas paguen las cotizaciones y el desempleo de las personas que se ven arrojadas al paro, pero no hasta que se jubilen, sino para siempre. De este modo, los jóvenes que deberían ocupar esos puestos vacantes por jubilaciones, podrán tener un futuro esperanzador ya que una máquina estará cotizando por ellos y costeando su paro.
domingo, 26 de julio de 2015
Llanto
Y aquí, sentado frente al fuego, me hallo.
Las llamas consumen la leña como los años mi vida.
La tristeza absoluta me embarga, y callo.
Mirando la imposible figura del fuego surgida,
mi congoja se desparrama por doquier,
de modo tal que, hasta las algodonosas nubes,
lejanas de mí como están,
se tornan grises, oscuras y densas,
y comienzan,
en impenitente lluvia, a llorar,
esparciendo su melancolía,
que no es más que la mía.
Y la naturaleza, sin darse cuenta,
de mi tristeza, que es la tuya,
se ha llenado.
Las llamas consumen la leña como los años mi vida.
La tristeza absoluta me embarga, y callo.
Mirando la imposible figura del fuego surgida,
mi congoja se desparrama por doquier,
de modo tal que, hasta las algodonosas nubes,
lejanas de mí como están,
se tornan grises, oscuras y densas,
y comienzan,
en impenitente lluvia, a llorar,
esparciendo su melancolía,
que no es más que la mía.
Y la naturaleza, sin darse cuenta,
de mi tristeza, que es la tuya,
se ha llenado.
Algodonosas nubes |
viernes, 24 de julio de 2015
Pecadillo venial, si acaso
Don Ernesto, como todos los segundos días de cada mes, salvo que cayeran en festivo, se dirigió al banco donde le abonaban puntualmente los honorarios correspondientes a su trabajo como director de la Biblioteca Municipal de la localidad en la que se hallaba destinado, de la cuál, por cierto y según se comentaba por el pueblo, faltaban cada vez más volúmenes; pero eso es tema para otra historia.
Rutinariamente Pascual, el cajero, contó los billetes delante de él, mientras charlaban de cosas mundanas. Durante un breve instante, Ernesto tuvo conciencia fugaz de que Pascual contaba demasiados billetes pero, dado que era un conversador brillante, se hallaba enfrascado en la charla y no le concedió importancia a este hecho. Cuando Pascual hubo terminado de contar el dinero, Ernesto le indicó, siguiendo el hábito, que, si era tan amable, se lo metiera en un sobre, cosa que hizo con escrupuloso ademán, remetiendo la solapa en el interior del mismo para no tener que pegarla.
Al salir del banco, continuando con su inveterada costumbre de todos los segundos días de cada mes, Ernesto, hombre de costumbres sibaritas siempre que la economía se lo permitía, que no era a menudo ya que parecía que el dinero fresco le quemaba y agujereaba sus manos por la celeridad con que lo dilapidaba, persona de buen vivir y aún mejor comer, se dirigió al mejor y más caro restaurante del pueblo. Allí se pidió a modo de entrante, una tabla de sabrosos patés y, para comer, unas ostras y una suculenta rodaja de merluza fresca a la bilbaína, regado todo ello, como no podía ser menos, de un delicado vino de Rioja que alegraba el paladar y endulzaba el alma.
Cuando había dado buena cuenta de las ostras y se disponía a atacar para su deleite la fresca, jugosa y humeante merluza, entraron en el restaurante, cual procesión de padres capuchinos, el cajero, el interventor y el director de la sucursal bancaria, con caras de evidente agobio.
—¡Don Ernesto!, menos mal que lo hemos encontrado— dijo el interventor trasmutando su gesto crispado en cara de alivio.
—¿Qué sucede, caballeros? Ustedes dirán en qué les puedo ayudar.
—Verá usted, don Ernesto: estamos apesadumbrados porque sucede que se ha producido un lamentable error a la hora de hacer efectiva su nómina. Nada que no se pueda subsanar, por supuesto. Así que no se preocupe— dijo el director —. Pero, y disculpe mi atrevimiento, ¿sería tan amable de comprobar lo que le hemos abonado?
Ernesto, hombre de mundo como era, anduvo rápido de reflejos y se percató de que ninguno de los tres soltaba prenda ni de la cuantía del error cometido ni del signo matemático del mismo y, a pesar de llevar el sobre con la paga en el bolsillo interior de la chaqueta, contestó pausadamente, sopesando cada una de sus palabras para ver el efecto que producían en el insólito auditorio:
—No faltaba más. Pero me temo que ahora no será posible. He dejado el sobre en mi despacho así que, esta misma tarde, en cuanto abra la Biblioteca, comprobaré lo que ustedes me comentan y, de hallar alguna diferencia, estén ustedes tranquilos que se lo haré saber sin demora.
En los rostros de sus interlocutores se reflejó un atisbo de decepción.
—Muy bien, don Ernesto... si no es indiscreción, ¿a qué hora abre usted?
—A las cinco, señores. De todas formas —continuó diciendo después de una breve pausa en la que pudo observar cierto recelo en los tres pares de ojos que se clavaban en él— disculpen ustedes mi falta de tacto. Me gustaría, y por ello les ruego, señores —añadió solemnemente—, que alguno de ustedes tuviera la amabilidad de hallarse presente en el momento de proceder a la comprobación.
—No, por Dios. No es necesario —intervino rápidamente el director — ¿Cómo íbamos a descon...?
—Insisto— cortó bruscamente Ernesto consiguiendo ser tajante—. Quiero que al menos uno de ustedes me acompañe, para tranquilidad suya y, sobre todo, para tranquilidad mía; así que, a las cinco en punto, nos vemos en la puerta. Caballeros...
—¡Que aproveche! —dijo el trío casi al unísono.
—Gracias. ¿Si gustan?
Cuando hubo pasado un rato, antes de entrar a los postres, Ernesto se dirigió a los servicios y una vez allí miró el contenido del sobre. En efecto, los tres bancarios tenían razón: se había producido una confusión y le habían abonado justo el doble.
—¡Qué astutos han sido! —, pensó —Por ladinos se llevarán una sorpresa.
Antes de volver a su mesa, Ernesto llamó por teléfono a su amigo Juan y le dijo que tenía algo importante que comentarle y, que por favor, se pasara a tomar el café por el restaurante.
Cuando Juan llegó, Ernesto le puso al corriente de lo sucedido y le pidió consejo moral sobre algo que le inquietaba diciéndole:
—Querido Juanito, de todo este farragoso asunto, lo único que me preocupa es saber si el cajero deberá restituir el importe que ha desaparecido o no.
—Qué va. No te preocupes por eso —y tras un instante en silencio, continuó—. A los cajeros de todas las entidades les descuentan mensualmente una pequeña cantidad para pagar una especie de seguro que se llama quebranto de moneda, y que sirve precisamente para casos como éste. Así que estate tranquilo porque a Pascual no le descontarán ni una peseta de su nómina.
—Bueno, eso me tranquiliza. Ahora bien, en el plano ético creo que el dinero que, digamos, me han regalado, lo dejará de ganar una institución que sirve al capital y que, moralmente hablando, siempre, en mayor o menor medida a lo largo de su breve historia, ha hecho uso y abuso de la usura. Si no, no tendrían esos rendimientos tan desmedidos. Por tanto, mi opinión al respecto es que quién hurta a una corporación capitalista de esta clase, no comete fraude de ningún tipo. ¿Entiendes...? Bastante nos sacan a nosotros. Los beneficios de la banca son de todo punto escandalosos. Es más, si obtienen esos beneficios astronómicos que publican sin recato la prensa especializada, es porque, evidentemente, nos engañan y nos cobran más de lo que deben. No me cabe ninguna duda. ¿No te parece?
—Estoy totalmente de acuerdo contigo, Ernesto. Y además, robar a éstos no debe ser siquiera, moralmente hablando, pecado venial, ¿sabes cómo que te digo?
—Por supuesto. Eso mismo pensaba yo —Ernesto sacó dos cigarrillos del paquete de tabaco que estaba encima de la mesa y le ofreció uno a Juan. Éste aceptó y, tras darle fuego, continuó diciendo mientras jugueteaba con el mechero entre las manos—. Bien, pues podemos decir que hoy he tenido la increíble fortuna de cobrar una paga inesperada, extra, y nunca mejor dicho. Vamos a tomar otra copita para celebrarlo y después me acercaré a la Biblioteca para tenerlo todo a punto antes de las cinco, pues me ronda en la cabeza lo que creo que puede ser una gran jugada. Y, si me lo permites, y aprovechando que es viernes y la pequeña pedrea que me ha tocado, esta noche te invito a cenar y, de paso, te cuento el desenlace de esta sorprendente historia.
Cuando dieron las cinco en el reloj del Ayuntamiento, Ernesto dobló el esquinazo del edificio de la Biblioteca que conducía a la entrada principal de la misma. Allí, a falta de uno, se topó con los tres personajes que, si no fuera por su vestimenta actual, aunque no a la moda, parecerían rescatados de un cuento del ingenioso Dickens.
—Buenas tardes, señores.
—Buenas tardes —respondieron.
Ernesto abrió la enorme y pesada puerta y les invitó a pasar. Los condujo hasta su despacho y allí, a la vista de todos, se dirigió al cajón de su escritorio. Sacando su llavero del bolsillo del pantalón, introdujo una llave en la cerradura y la giró a continuación. Cogió el sobre y vio, de soslayo, cómo intercambiaban miradas de alivio. Lo abrió con parsimonia y, con esmerada y ensayada lentitud, contó el dinero para sí. Cuando terminó puso el fajo sobre la mesa y dijo:
—Efectivamente, señores. Tienen ustedes razón. Se ha producido un error —e hizo una pausa adrede para ver cómo, en los inquietos rostros que le habían acosado desde aquel mediodía, se dibujaban aliviadas sonrisas de aprobación—. Me han abonado ustedes cincuenta mil pesetas de menos y me agrada ver la diligencia, preocupación e interés que ustedes han puesto en todo este delicado asunto.
Rutinariamente Pascual, el cajero, contó los billetes delante de él, mientras charlaban de cosas mundanas. Durante un breve instante, Ernesto tuvo conciencia fugaz de que Pascual contaba demasiados billetes pero, dado que era un conversador brillante, se hallaba enfrascado en la charla y no le concedió importancia a este hecho. Cuando Pascual hubo terminado de contar el dinero, Ernesto le indicó, siguiendo el hábito, que, si era tan amable, se lo metiera en un sobre, cosa que hizo con escrupuloso ademán, remetiendo la solapa en el interior del mismo para no tener que pegarla.
Al salir del banco, continuando con su inveterada costumbre de todos los segundos días de cada mes, Ernesto, hombre de costumbres sibaritas siempre que la economía se lo permitía, que no era a menudo ya que parecía que el dinero fresco le quemaba y agujereaba sus manos por la celeridad con que lo dilapidaba, persona de buen vivir y aún mejor comer, se dirigió al mejor y más caro restaurante del pueblo. Allí se pidió a modo de entrante, una tabla de sabrosos patés y, para comer, unas ostras y una suculenta rodaja de merluza fresca a la bilbaína, regado todo ello, como no podía ser menos, de un delicado vino de Rioja que alegraba el paladar y endulzaba el alma.
Cuando había dado buena cuenta de las ostras y se disponía a atacar para su deleite la fresca, jugosa y humeante merluza, entraron en el restaurante, cual procesión de padres capuchinos, el cajero, el interventor y el director de la sucursal bancaria, con caras de evidente agobio.
—¡Don Ernesto!, menos mal que lo hemos encontrado— dijo el interventor trasmutando su gesto crispado en cara de alivio.
—¿Qué sucede, caballeros? Ustedes dirán en qué les puedo ayudar.
—Verá usted, don Ernesto: estamos apesadumbrados porque sucede que se ha producido un lamentable error a la hora de hacer efectiva su nómina. Nada que no se pueda subsanar, por supuesto. Así que no se preocupe— dijo el director —. Pero, y disculpe mi atrevimiento, ¿sería tan amable de comprobar lo que le hemos abonado?
Ernesto, hombre de mundo como era, anduvo rápido de reflejos y se percató de que ninguno de los tres soltaba prenda ni de la cuantía del error cometido ni del signo matemático del mismo y, a pesar de llevar el sobre con la paga en el bolsillo interior de la chaqueta, contestó pausadamente, sopesando cada una de sus palabras para ver el efecto que producían en el insólito auditorio:
—No faltaba más. Pero me temo que ahora no será posible. He dejado el sobre en mi despacho así que, esta misma tarde, en cuanto abra la Biblioteca, comprobaré lo que ustedes me comentan y, de hallar alguna diferencia, estén ustedes tranquilos que se lo haré saber sin demora.
En los rostros de sus interlocutores se reflejó un atisbo de decepción.
—Muy bien, don Ernesto... si no es indiscreción, ¿a qué hora abre usted?
—A las cinco, señores. De todas formas —continuó diciendo después de una breve pausa en la que pudo observar cierto recelo en los tres pares de ojos que se clavaban en él— disculpen ustedes mi falta de tacto. Me gustaría, y por ello les ruego, señores —añadió solemnemente—, que alguno de ustedes tuviera la amabilidad de hallarse presente en el momento de proceder a la comprobación.
—No, por Dios. No es necesario —intervino rápidamente el director — ¿Cómo íbamos a descon...?
—Insisto— cortó bruscamente Ernesto consiguiendo ser tajante—. Quiero que al menos uno de ustedes me acompañe, para tranquilidad suya y, sobre todo, para tranquilidad mía; así que, a las cinco en punto, nos vemos en la puerta. Caballeros...
—¡Que aproveche! —dijo el trío casi al unísono.
—Gracias. ¿Si gustan?
Cuando hubo pasado un rato, antes de entrar a los postres, Ernesto se dirigió a los servicios y una vez allí miró el contenido del sobre. En efecto, los tres bancarios tenían razón: se había producido una confusión y le habían abonado justo el doble.
—¡Qué astutos han sido! —, pensó —Por ladinos se llevarán una sorpresa.
Antes de volver a su mesa, Ernesto llamó por teléfono a su amigo Juan y le dijo que tenía algo importante que comentarle y, que por favor, se pasara a tomar el café por el restaurante.
Cuando Juan llegó, Ernesto le puso al corriente de lo sucedido y le pidió consejo moral sobre algo que le inquietaba diciéndole:
—Querido Juanito, de todo este farragoso asunto, lo único que me preocupa es saber si el cajero deberá restituir el importe que ha desaparecido o no.
—Qué va. No te preocupes por eso —y tras un instante en silencio, continuó—. A los cajeros de todas las entidades les descuentan mensualmente una pequeña cantidad para pagar una especie de seguro que se llama quebranto de moneda, y que sirve precisamente para casos como éste. Así que estate tranquilo porque a Pascual no le descontarán ni una peseta de su nómina.
—Bueno, eso me tranquiliza. Ahora bien, en el plano ético creo que el dinero que, digamos, me han regalado, lo dejará de ganar una institución que sirve al capital y que, moralmente hablando, siempre, en mayor o menor medida a lo largo de su breve historia, ha hecho uso y abuso de la usura. Si no, no tendrían esos rendimientos tan desmedidos. Por tanto, mi opinión al respecto es que quién hurta a una corporación capitalista de esta clase, no comete fraude de ningún tipo. ¿Entiendes...? Bastante nos sacan a nosotros. Los beneficios de la banca son de todo punto escandalosos. Es más, si obtienen esos beneficios astronómicos que publican sin recato la prensa especializada, es porque, evidentemente, nos engañan y nos cobran más de lo que deben. No me cabe ninguna duda. ¿No te parece?
—Estoy totalmente de acuerdo contigo, Ernesto. Y además, robar a éstos no debe ser siquiera, moralmente hablando, pecado venial, ¿sabes cómo que te digo?
—Por supuesto. Eso mismo pensaba yo —Ernesto sacó dos cigarrillos del paquete de tabaco que estaba encima de la mesa y le ofreció uno a Juan. Éste aceptó y, tras darle fuego, continuó diciendo mientras jugueteaba con el mechero entre las manos—. Bien, pues podemos decir que hoy he tenido la increíble fortuna de cobrar una paga inesperada, extra, y nunca mejor dicho. Vamos a tomar otra copita para celebrarlo y después me acercaré a la Biblioteca para tenerlo todo a punto antes de las cinco, pues me ronda en la cabeza lo que creo que puede ser una gran jugada. Y, si me lo permites, y aprovechando que es viernes y la pequeña pedrea que me ha tocado, esta noche te invito a cenar y, de paso, te cuento el desenlace de esta sorprendente historia.
* * *
Cuando dieron las cinco en el reloj del Ayuntamiento, Ernesto dobló el esquinazo del edificio de la Biblioteca que conducía a la entrada principal de la misma. Allí, a falta de uno, se topó con los tres personajes que, si no fuera por su vestimenta actual, aunque no a la moda, parecerían rescatados de un cuento del ingenioso Dickens.
—Buenas tardes, señores.
—Buenas tardes —respondieron.
Ernesto abrió la enorme y pesada puerta y les invitó a pasar. Los condujo hasta su despacho y allí, a la vista de todos, se dirigió al cajón de su escritorio. Sacando su llavero del bolsillo del pantalón, introdujo una llave en la cerradura y la giró a continuación. Cogió el sobre y vio, de soslayo, cómo intercambiaban miradas de alivio. Lo abrió con parsimonia y, con esmerada y ensayada lentitud, contó el dinero para sí. Cuando terminó puso el fajo sobre la mesa y dijo:
—Efectivamente, señores. Tienen ustedes razón. Se ha producido un error —e hizo una pausa adrede para ver cómo, en los inquietos rostros que le habían acosado desde aquel mediodía, se dibujaban aliviadas sonrisas de aprobación—. Me han abonado ustedes cincuenta mil pesetas de menos y me agrada ver la diligencia, preocupación e interés que ustedes han puesto en todo este delicado asunto.
miércoles, 22 de julio de 2015
Subsidios, subvenciones y mamandurrias
Ahora me entero de que Esperanza Aguirre no paga el IBI de la vivienda en la que reside en el centro de la capital, por tener ésta más de 50 años de antigüedad, estar protegida con la clasificación de nivel 1 y haber gestionado su exención (si no se reclama este derecho, el Ayuntamiento lo sigue cobrando).
Al mismo tiempo, dos empresas de su marido Fernando Ramírez de Haro, solicitan y disfrutan de subvenciones públicas de los fondos de la Política Agraria Común de la Unión Europea que han sumado 2,5 millones de euros en ocho años (lo que supone más de 300.000 euros de media al año).
Todo está muy bien, y es legal, y tienen derecho, y hacen bien en pedirlo, pero que luego no nos venga diciendo la indignada señora Aguirre en uno de sus calentones mediáticos que “Los subsidios, subvenciones y mamandurrias tienen que acabarse”. Teniendo en cuenta estos datos, su unidad familiar se vería seriamente perjudicada o ¿tal vez lo suyo y de su marido no sean mamandurrias ni subvenciones sino algo que le parece perfecto? o ¿tal vez, simplemente, seamos el resto de los mortales los que no tenemos derecho a mamandurrias ni subvenciones?
Al mismo tiempo, dos empresas de su marido Fernando Ramírez de Haro, solicitan y disfrutan de subvenciones públicas de los fondos de la Política Agraria Común de la Unión Europea que han sumado 2,5 millones de euros en ocho años (lo que supone más de 300.000 euros de media al año).
Todo está muy bien, y es legal, y tienen derecho, y hacen bien en pedirlo, pero que luego no nos venga diciendo la indignada señora Aguirre en uno de sus calentones mediáticos que “Los subsidios, subvenciones y mamandurrias tienen que acabarse”. Teniendo en cuenta estos datos, su unidad familiar se vería seriamente perjudicada o ¿tal vez lo suyo y de su marido no sean mamandurrias ni subvenciones sino algo que le parece perfecto? o ¿tal vez, simplemente, seamos el resto de los mortales los que no tenemos derecho a mamandurrias ni subvenciones?
Deuda de Grecia y España
Realidad: Mariano Rajoy no sabe qué hacer para poner a parir a Grecia en clave de elecciones generales españolas. Hace pocos días dijo “Grecia debe mucho dinero, algo más del 90 % de su PIB, es como si en España debiéramos 900.000 millones de euros, que es una cifra astronómica”.
Datos: Lo que España debe alcanza ya el 98% del PIB y asciende 1.045.000 millones de euros (así escrito para que Rajoy lo entienda y su mente no lo confunda), o lo que es lo mismo 1,045 billones de euros, es decir 145.000 millones de euros más que los hipotéticos 900.000 millones de euros que debería Grecia si fuera España (+16,1 %). Además, está previsto que este mismo año nuestra deuda alcance el 100 % del PIB. Cada minuto que pasa, la deuda española se incrementa en 96.000 euros, más de 138 millones de euros al día.
Conclusión: ¡Qué cifra astronómica! ¡Qué nivel!
Datos: Lo que España debe alcanza ya el 98% del PIB y asciende 1.045.000 millones de euros (así escrito para que Rajoy lo entienda y su mente no lo confunda), o lo que es lo mismo 1,045 billones de euros, es decir 145.000 millones de euros más que los hipotéticos 900.000 millones de euros que debería Grecia si fuera España (+16,1 %). Además, está previsto que este mismo año nuestra deuda alcance el 100 % del PIB. Cada minuto que pasa, la deuda española se incrementa en 96.000 euros, más de 138 millones de euros al día.
Conclusión: ¡Qué cifra astronómica! ¡Qué nivel!
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