Don Ernesto, como todos los segundos días de cada mes, salvo que cayeran en festivo, se dirigió al banco donde le abonaban puntualmente los honorarios correspondientes a su trabajo como director de la Biblioteca Municipal de la localidad en la que se hallaba destinado, de la cuál, por cierto y según se comentaba por el pueblo, faltaban cada vez más volúmenes; pero eso es tema para otra historia.
Rutinariamente Pascual, el cajero, contó los billetes delante de él, mientras charlaban de cosas mundanas. Durante un breve instante, Ernesto tuvo conciencia fugaz de que Pascual contaba demasiados billetes pero, dado que era un conversador brillante, se hallaba enfrascado en la charla y no le concedió importancia a este hecho. Cuando Pascual hubo terminado de contar el dinero, Ernesto le indicó, siguiendo el hábito, que, si era tan amable, se lo metiera en un sobre, cosa que hizo con escrupuloso ademán, remetiendo la solapa en el interior del mismo para no tener que pegarla.
Al salir del banco, continuando con su inveterada costumbre de todos los segundos días de cada mes, Ernesto, hombre de costumbres sibaritas siempre que la economía se lo permitía, que no era a menudo ya que parecía que el dinero fresco le quemaba y agujereaba sus manos por la celeridad con que lo dilapidaba, persona de buen vivir y aún mejor comer, se dirigió al mejor y más caro restaurante del pueblo. Allí se pidió a modo de entrante, una tabla de sabrosos patés y, para comer, unas ostras y una suculenta rodaja de merluza fresca a la bilbaína, regado todo ello, como no podía ser menos, de un delicado vino de Rioja que alegraba el paladar y endulzaba el alma.
Cuando había dado buena cuenta de las ostras y se disponía a atacar para su deleite la fresca, jugosa y humeante merluza, entraron en el restaurante, cual procesión de padres capuchinos, el cajero, el interventor y el director de la sucursal bancaria, con caras de evidente agobio.
—¡Don Ernesto!, menos mal que lo hemos encontrado— dijo el interventor trasmutando su gesto crispado en cara de alivio.
—¿Qué sucede, caballeros? Ustedes dirán en qué les puedo ayudar.
—Verá usted, don Ernesto: estamos apesadumbrados porque sucede que se ha producido un lamentable error a la hora de hacer efectiva su nómina. Nada que no se pueda subsanar, por supuesto. Así que no se preocupe— dijo el director —. Pero, y disculpe mi atrevimiento, ¿sería tan amable de comprobar lo que le hemos abonado?
Ernesto, hombre de mundo como era, anduvo rápido de reflejos y se percató de que ninguno de los tres soltaba prenda ni de la cuantía del error cometido ni del signo matemático del mismo y, a pesar de llevar el sobre con la paga en el bolsillo interior de la chaqueta, contestó pausadamente, sopesando cada una de sus palabras para ver el efecto que producían en el insólito auditorio:
—No faltaba más. Pero me temo que ahora no será posible. He dejado el sobre en mi despacho así que, esta misma tarde, en cuanto abra la Biblioteca, comprobaré lo que ustedes me comentan y, de hallar alguna diferencia, estén ustedes tranquilos que se lo haré saber sin demora.
En los rostros de sus interlocutores se reflejó un atisbo de decepción.
—Muy bien, don Ernesto... si no es indiscreción, ¿a qué hora abre usted?
—A las cinco, señores. De todas formas —continuó diciendo después de una breve pausa en la que pudo observar cierto recelo en los tres pares de ojos que se clavaban en él— disculpen ustedes mi falta de tacto. Me gustaría, y por ello les ruego, señores —añadió solemnemente—, que alguno de ustedes tuviera la amabilidad de hallarse presente en el momento de proceder a la comprobación.
—No, por Dios. No es necesario —intervino rápidamente el director — ¿Cómo íbamos a descon...?
—Insisto— cortó bruscamente Ernesto consiguiendo ser tajante—. Quiero que al menos uno de ustedes me acompañe, para tranquilidad suya y, sobre todo, para tranquilidad mía; así que, a las cinco en punto, nos vemos en la puerta. Caballeros...
—¡Que aproveche! —dijo el trío casi al unísono.
—Gracias. ¿Si gustan?
Cuando hubo pasado un rato, antes de entrar a los postres, Ernesto se dirigió a los servicios y una vez allí miró el contenido del sobre. En efecto, los tres bancarios tenían razón: se había producido una confusión y le habían abonado justo el doble.
—¡Qué astutos han sido! —, pensó —Por ladinos se llevarán una sorpresa.
Antes de volver a su mesa, Ernesto llamó por teléfono a su amigo Juan y le dijo que tenía algo importante que comentarle y, que por favor, se pasara a tomar el café por el restaurante.
Cuando Juan llegó, Ernesto le puso al corriente de lo sucedido y le pidió consejo moral sobre algo que le inquietaba diciéndole:
—Querido Juanito, de todo este farragoso asunto, lo único que me preocupa es saber si el cajero deberá restituir el importe que ha desaparecido o no.
—Qué va. No te preocupes por eso —y tras un instante en silencio, continuó—. A los cajeros de todas las entidades les descuentan mensualmente una pequeña cantidad para pagar una especie de seguro que se llama quebranto de moneda, y que sirve precisamente para casos como éste. Así que estate tranquilo porque a Pascual no le descontarán ni una peseta de su nómina.
—Bueno, eso me tranquiliza. Ahora bien, en el plano ético creo que el dinero que, digamos, me han regalado, lo dejará de ganar una institución que sirve al capital y que, moralmente hablando, siempre, en mayor o menor medida a lo largo de su breve historia, ha hecho uso y abuso de la usura. Si no, no tendrían esos rendimientos tan desmedidos. Por tanto, mi opinión al respecto es que quién hurta a una corporación capitalista de esta clase, no comete fraude de ningún tipo. ¿Entiendes...? Bastante nos sacan a nosotros. Los beneficios de la banca son de todo punto escandalosos. Es más, si obtienen esos beneficios astronómicos que publican sin recato la prensa especializada, es porque, evidentemente, nos engañan y nos cobran más de lo que deben. No me cabe ninguna duda. ¿No te parece?
—Estoy totalmente de acuerdo contigo, Ernesto. Y además, robar a éstos no debe ser siquiera, moralmente hablando, pecado venial, ¿sabes cómo que te digo?
—Por supuesto. Eso mismo pensaba yo —Ernesto sacó dos cigarrillos del paquete de tabaco que estaba encima de la mesa y le ofreció uno a Juan. Éste aceptó y, tras darle fuego, continuó diciendo mientras jugueteaba con el mechero entre las manos—. Bien, pues podemos decir que hoy he tenido la increíble fortuna de cobrar una paga inesperada, extra, y nunca mejor dicho. Vamos a tomar otra copita para celebrarlo y después me acercaré a la Biblioteca para tenerlo todo a punto antes de las cinco, pues me ronda en la cabeza lo que creo que puede ser una gran jugada. Y, si me lo permites, y aprovechando que es viernes y la pequeña pedrea que me ha tocado, esta noche te invito a cenar y, de paso, te cuento el desenlace de esta sorprendente historia.
* * *
Cuando dieron las cinco en el reloj del Ayuntamiento, Ernesto dobló el esquinazo del edificio de la Biblioteca que conducía a la entrada principal de la misma. Allí, a falta de uno, se topó con los tres personajes que, si no fuera por su vestimenta actual, aunque no a la moda, parecerían rescatados de un cuento del ingenioso Dickens.
—Buenas tardes, señores.
—Buenas tardes —respondieron.
Ernesto abrió la enorme y pesada puerta y les invitó a pasar. Los condujo hasta su despacho y allí, a la vista de todos, se dirigió al cajón de su escritorio. Sacando su llavero del bolsillo del pantalón, introdujo una llave en la cerradura y la giró a continuación. Cogió el sobre y vio, de soslayo, cómo intercambiaban miradas de alivio. Lo abrió con parsimonia y, con esmerada y ensayada lentitud, contó el dinero para sí. Cuando terminó puso el fajo sobre la mesa y dijo:
—Efectivamente, señores. Tienen ustedes razón. Se ha producido un error —e hizo una pausa adrede para ver cómo, en los inquietos rostros que le habían acosado desde aquel mediodía, se dibujaban aliviadas sonrisas de aprobación—. Me han abonado ustedes cincuenta mil pesetas de menos y me agrada ver la diligencia, preocupación e interés que ustedes han puesto en todo este delicado asunto.