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El ser humano tiene que respestar el planeta en que vive, en especial a los animales
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Empatizo y comprendo la inmensa esperanza del enfermo al que trasplantan el corazón o el hígado de un cerdo modificado genéticamente, y la de sus familiares y amigos.
La prensa lo califica sin ambages de éxito, hito o avance; pero sabiendo, aunque alguien lo dude, que los animales sufren y sienten igual que nosotros, ¿han pensado en los sentimientos de estos animales y los que esperan –en qué condiciones– a ser inmolados?
Me argüirán que usarlos para el avance de la investigación biomédica está justificado por los beneficios que aportan; pero… si nos proclamamos seres superiores, ¿ese título nos autoriza a explotar y utilizar a un inferior sin ningún escrúpulo para propio beneficio? ¿Qué opinarían de unos alienígenas mucho más evolucionados que experimentarán y comerciarán con nuestros órganos?
Otra cuestión, ¿quién posee más vida, un elefante, una hormiga o tal vez el hombre? ¿Cuál tiene más derecho a la existencia? Lo dijo Gandhi: «En mi mente, la vida de un cordero no es menos preciada que la de un humano».
Si no somos capaces de mejorar el destino de la humanidad dejando de comer animales, como preconizaba el filósofo H. D. Thoreau, o de usarlos con fines médicos, al menos obliguemos a que sean tratados de manera digna desde su nacimiento hasta su eliminación… que vean el sol… que respiren al aire libre… que se alimenten con su comida natural…
Quizás, aprendiendo a amar a los más débiles, aprendamos a amarnos a nosotros. Y así, mientras caminamos por la senda del respeto entre los seres que habitamos esta mota cósmica, esperemos que pronto acaezca ese día anunciado por Leonardo Da Vinci en que los hombres consideremos el asesinato de los animales como el de nuestros semejantes.